viernes, 7 de octubre de 2011

Recuento 12: Allá en el cielo

Esta era una pequeña casa que parecía de juguete o como si se tratara de una de aquellas en las que uno de los tres cochinitos del cuento vivía, específicamente la segunda, que era de madera y que terminaría por derribar el lobo feroz solamente con sus soplidos. Es decir, que la vivienda era sumamente pequeña: cocina, alcoba, baño, sala de estar, todo se había adecuado en una sola habitación de dimensiones escasas y sin divisiones entra cada una de las piezas, tal vez si hubieran colocado sábanas colgantes que sirvieran para distinguir un espacio de otro se hallaría un poco más de organización al interior del paupérrimo domicilio. Eran algo así como pasadas las diez de la noche, el único foco en el techo proporcionaba una luz no muy adecuada y en la casa estaban el hijo, sentado a la mesa frente a un pequeño televisor a blanco y negro donde se transmitía uno de esos programas a los que se ve no porque resulten entretenidos sino porque ya es una cuestión orgánica hacerlo y aunque exista el rechazo al mismo tiempo el cuerpo exige acudir a diario a la cita con ese programa repetitivo, sin gracia y hasta cierto punto patético que no deja algo provechoso a nadie exceptuando la resaca moral así como también las insoportables ganas de volver a verlo al siguiente día cuando ya se ha caído bajo su influjo hipnótico. La madre, con tranquilidad, a un lado del hijo, planchaba camisas al marido y las que ya dejaba sin una sola arruga las iba colgando en los respaldos de las dos sillas disponibles de la mesa, todo lo hacía en silencio. El padre, que venía de trabajar, no tardó mucho tiempo en entrar por la única puerta de la casa, en ese mismo instante el conductor del programa de televisión mandó a un corte comercial por lo que el niño depositó toda la atención en las palabras intercambiadas por sus progenitores. Tan pronto cerró la puerta, la mujer recibió a su esposo diciéndole que no había agua, como en un reflejo automático. ¿Nos la cortaron otra vez?, pero estoy seguro que pagué el recibo, dijo él. No, digo que los garrafones están secos, dijo ella sin levantar la cabeza cuando rociaba el cuello de la camisa que planchaba con almidón. ¡Puta madre!, maldijo él, dio unos pasos y cerca a donde se hallaban en un mismo sitio compartido la pequeña estufa, la cama individual y el inodoro recogió los garrafones vacíos y volvió a la puerta. No te tardes porque se te va a enfriar la cena, le dijo ella, esta vez viéndolo a los ojos, sonriéndole cuando el esposo abría la puerta para salir y él reaccionó sacudiendo la cabeza, sonriéndole a su vez a su mujer a quien extrañamente no le preguntó qué le había preparado para cenar esa noche. ¿Voy contigo?, preguntó el hijo. ¿Y qué a ti no te da miedo la noche?, le dijo su madre, el padre seguía en el marco de la puerta abierta sin partir aún. A veces sí y a veces no, dijo el niño. No, no, no, no, tú no vas a ningún lado, dijo la madre y el padre terminó saliendo de la casa. El hijo dejó la silla y fue a pararse encima del sillón y al asomarse por la única ventana que había en la casa, luego de mover un poco la cortina, vio desde ahí como su padre caminaba por la calle llevando un garrafón por brazo, pero de pronto esa figura que conforme se alejaba se hacía pequeña dejó de volverse el foco de su atención y ahora el niño se sentía fascinado por la luz ambarina en la punta del poste que tenía de frente y que acabaría cegándolo luego de mantener fija la mirada un minuto, o quizás más, y a causa de esto tuvo que cerrar los ojos, al abrirlos quiso de nueva cuenta continuar el escrutinio de la luz hasta conseguir cegarse cuando le encontró diversión a esta mala acción, sin embargo un poco más arriba se encontró con un espectáculo que le llamó aún más la atención que la potente luz en la punta del poste. Mamá, mira lo que hay en el cielo, le dijo a su madre con mucha emoción. ¿Qué es?, preguntó ella un tanto aburrida. Ven, le pidió el hijo. La madre dejó la ropa y la plancha y se arrimó a la ventana, se sentó en el sillón y al levantar ahora ella la cortina completamente observó que el cielo se hallaba poblado por misteriosos aviones oscuros que no producían ninguna clase de estridencia al sobrevolarlo. Desconcertada, la madre se puso de rodillas sobre el sillón para ver mejor lo que estaba sucediendo allá arriba, lo primero que hizo fue enumerarlos, siete, dijo ella en voz muy baja, bueno, pensó, siempre ha sido de buena suerte. ¿Qué hacen, qué buscan?, interrogó el niño a su madre sin dejar de ver como las aeronaves, sin encontrarle algún tipo de orden a sus desplazamientos en el vasto firmamento negro, desprendían luces que desde la situación de la madre y su hijo se veían como enormes luciérnagas o estrellas fugaces. Pues vuelan, respondió la madre, pero no sé qué busquen. ¿Nos van a matar?, preguntó el niño. ¿Por qué dices eso?, devolvió la pregunta la madre. Eso van a hacer…, dijo el niño muy seguro de sus palabras. Pero, cómo…, y sin terminar de formular la pregunta, se escuchó el estallido de un bomba. Cerca de las montañas, muy lejos de su domicilio, la madre y el hijo vieron como se incendiaba un punto en esa zona cuando uno de los aviones liberó de su vientre y dejó caer una bomba desde las alturas. Los hechos dieron validez, certeza a lo que había dicho su hijo a quien ahora la madre, temblorosa, le había pasado un brazo por la espalda, el pequeño no demostraba tener alguna clase de miedo a lo que estaba sucediendo, en cambio ella sí. Entonces, ambos contemplaron consecutivamente ese espectáculo irreal y que parecía haber sido extraído de una película de corte bélico, de Apocalypse Now posiblemente o de Black Hawk Down cintas en las que los vehículos aéreos y sus ataques son primordiales para el argumento. En este caso, los aviones, pequeños pero sin llegar a ser avionetas, como pterodáctilos de la prehistoria iban desovando en su paso por el cielo bombas que caían en lugares elegidos al azar, aparentemente, algunos muy cercanos a la pequeña casa desde la que la madre y su hijo observaban patidifusos y con incredulidad a través de la ventana lo que inmisericordemente hacían las naves, y sentían los estallidos, así como las sacudidas de la tierra, fortísimos, y atestiguaban los incendios que ocasionaban, temibles, anaranjados, rojos, en tonos vivos y luminosos más aún que la potente luz ambarina del poste que estaba al cruzar la calle y que hacía poco llamara la atención del hijo hasta subyugarlo y cegarlo. Hijo…, llamó la madre al niño, viéndolo a los ojos mientras el ataque estaba llevándose a cabo, no, nada…, terminó de decir como si lo que tenía pensado hacerle saber decidiera no hacerlo al dar por hecho que el niño, un perfecto sabelotodo, ya lo conocía de antemano. ¿También a mi papá lo van a matar?, preguntó el niño. Esperemos que sí, para estar todos juntos… allá en el cielo, le respondió la madre alzando las cejas e indicando con los ojos hacia arriba. Pero entonces súbitamente los aviones dejaron de lanzar bombas y así como llegaron, partieron. Como si a los tripulantes de las naves les hubiera sido hecho un llamado donde les dejaran claro que todo había sido un error, un mal cálculo de latitudes, una orden que no debió haber sido dada, un ataque que no era en esa zona sino en otra. Y así es que cesó la guerra ante ellos, que eran opositores pasivos, pero de todos modos el daño ya se había realizado, la calamidad que los siete pequeños y diestros aviones dejaron a su paso en poco más de cinco minutos se atestiguaba en el fuego, en el humo, la destrucción de puntos dispersos que iban desde la montaña distante hasta la avenida que estaba a varias cuadras de su pequeña, humilde casa. La madre y el hijo observaron que tan pronto el cielo quedó vacío de aeronaves los habitantes de las casas vecinas comenzaron a salir y a comentar entre todos ese evento caótico e imprevisto que parecía del juicio final, pero ni ella ni el niño salieron de su  hogar y siguieron apoltronados en el mismo sillón, ella aferrándose a la espalda de su hijo como de un crucifijo, atemorizada todavía. En muy pocos minutos llegó el padre. ¿Qué creen?, preguntó él cuando asomó la cabeza al interior de la casa. ¿Qué te pasó, estás bien?, preguntó sobresaltada su esposa, el niño sujetó fuertemente la mano de su madre. Algo muy malo, terrible, dijo el padre. Ya, hombre, di qué fue, replicó la madre, levantándose del sillón. El lugar para llenar los garrafones estaba cerrado, dijo el padre, estamos sin una sola gota de agua para beber. Si en vez de bombas nos lloviera agua, dijo la madre.

martes, 16 de agosto de 2011

Recuento 11: Ahora ya sé que cuando tomo tequila te puedo soñar

Pues nada, con la novedad de que finalmente te soñé, espero y no te moleste haberte incluido en uno de mis sueños, bueno realmente se trató de dos pero esto lo aclararé más adelante, espero y no te molestes tampoco de que me atreva a contarte, descaradamente, que te soñé y que con esto he escrito un cuento con el único propósito de no olvidarlo nunca, así he sido siempre yo como las personas de antes que les gusta hacerse de ellos con el paso de los años y atesorar recuerdos para que al momento de verlos tiempo después, de redescubrirlos, en este caso sería leerlo, los reviven y esa sensación que experimentan tanto el cuerpo como el espíritu no tiene comparación. Además, me atrevo también a compartir esto contigo porque yo soy de esas personas que no saben guardarse las alegrías para sí mismo, compartirlas es lo mío.
Y, recordando un título de Federico Fellini, el sueño va:
Era mi habitación, y a la vez no lo era, porque a pesar de estar pintada del mismo tono y tener el mismo tipo de pisos así como ser del mismo tamaño pues le hacían falta la LCD, el minisplit, mis tantos libros, mi colección de películas y revistas de cine, la vieja PC que utilizo cuando mi laptop falla… Pero lo indispensable, como la cama y la lámpara así como el par de relojes de pared, sí estaban ahí, pero, ¿sabes? Es como si la posición de los objetos se hallase a la inversa, como si todo lo estuviera viendo a través de un espejo. ¿Te imaginas que tú y yo y todo el mundo existiera adentro de un espejo? Yo lo considero posible. Bueno, la verdad a mí no me importaría pasar toda una eternidad atrapado en el “looking glass” como “Alice” y pasar por una infinidad de avatares, siempre y cuando te llevara a ti de compañero de viaje.
Así es que en mi habitación estábamos tú y yo, y no sobre la cama que, para entonces, ya se hallaba con las sábanas revueltas y creo que ya había sido utilizada… para dormir, claro está. Eran como eso de las 10 de la mañana y por entre los espacios de las persianas se introducían feroces haces de luz, de esos que al verlos cuando entreabres los ojos te dejan ciego, de esos rayos solares que por acá es raro que falten para darnos los buenos días todas las mañanas.
Los dos estábamos a un lado de la cama, tendidos sobre el piso que estaba deliciosamente fresco, los 2 sólo llevábamos puesta la ropa interior, blanca, pulcra, inmaculada como tu piel. Yo tenía mi cabeza apoyada sobre tu regazo y observaba el techo, la manera en que las cinco aspas del ventilador daban vueltas muy lentamente, en cambio tú mirabas con atención, mientras tenías la espalda recargada sobre la pared, algo que se transmitía en una televisión obsoleta de esas que tiene acabado en madera y parecen piezas de museo… La verdad no sé qué veías, espero y haya sido Mulholland Drive, esa hermosa escena donde Laura Elena Harring y Naomi Watts lloran cuando Rebekah del Río canta “Llorando”, y no llora cantando, en el Club Silencio.
Oye, ¿pero te diste cuenta de la incongruencia que he escrito: estábamos tendidos sobre el piso y en la siguiente oración ya tenías la espalda recargada sobre la pared? Así es esto del mundo de los sueños: no hay reglas, todo es posible.
Entonces te abracé, con la intención de que no te fueras a ninguna parte, y alcé la mirada y tú también me miraste, los cuatro ojos se encontraron, los tuyos claros y los míos más oscuros, y me sonreíste y tomaste mi mano derecha y la llevaste a tu pecho…
Hasta aquí duró tu primera intervención en mi sueño, pero más tarde volviste y en una escena terrible y grotesca que no me gustaría describirla, menos relatarla, basta decir que es un pasaje triste y pornográfico donde aparecían un par de tipos sudosos que no sé de dónde salieron y otro más, de piel muy morena que tampoco logro reconocer de ningún lado, y resaltando de entre ellos, por tu figura esbelta y perfección, tú. Yo no participaba en esta otra parte del sueño, era invisible y, sin embargo, pues muy a pesar de no querer hacerlo, todo lo vi. Pero bueno, logré abrir los ojos, tras padecer esta escena dantesca, y así salir de la segunda parte del sueño y que me pareció más pesadilla que cualquier otra cosa.
Así es que el sueño acabó y lo primero que pensé fue en contártelo, volverte partícipe de mi alegría, compartir sonrisas de media luna. Sólo yo sé lo importante que es para mí eso de soñar a la gente que me importa. Y además porque, en ocasiones, las cosas que sueño suelen llegar a ocurrir. ¿Sabes? Nadie sabe en realidad qué misterio alberga el mundo de los sueños, si quizá la realidad sea lo que ahí sucede y la que nosotros llamamos realidad no sea otra cosa que un sueño larguísimo del que despertaremos en algún momento, no sé, digamos cuando sea nuestro turno de desprendernos del mundo. ¿Te imaginas lo que eso significaría?
Gracias por participar en mis sueños… Por sentirte al fin a mi lado, tan cerca de mí. Ahora ya sé que cuando tomo tequila te puedo soñar.    

lunes, 1 de agosto de 2011

Recuento 10: Hay un hombre bajo la sombra de aquel árbol

Desde aquí veo a un hombre bajo la sombra de aquel árbol. Está tranquilo. Su tez es clara, pálida, lo más seguro es que no sea de por aquí, por su cabello rubio yo diría que es extranjero o descendiente de ellos, europeos de ojos claros no se ven todos los días. Me pregunto qué estará haciendo él ahí. Quizás espera que las hojas del árbol caigan sobre su cabeza. Quizás espera el invierno. Quizás espera que llegue la muerte y le plante un beso. Hay muy pocas hojas marchitas esparcidas sobre el suelo, pero eso a él parece no importarle, desde que me he puesto a observarlo no se ha movido un milímetro de su posición. Quizás ese hombre desea ser tan alto como el árbol, para arrancar el fruto maduro que pende de la rama que no alcanzaría ni poniéndose de puntas. Ese hombre no se mueve, y yo soy invisible para él. Él está tan quieto como el viento, y yo también mientras lo observo. Ese hombre espanta a los pájaros que detienen su vuelo en las ramas del árbol, pero no creo que él sea un espantapájaros de profesión, si tan sólo él dijera algo o yo me atreviera a preguntar. Desde aquí veo a un hombre bajo la sombra de aquel árbol, yo, que estoy tan lejos de ti, deseo estar un poco más cerca, protegerme de los rayos del sol bajo la sombra del árbol igual que tú lo haces y, por qué no, poner mi oído en tu pecho y escuchar los latidos de tu corazón. Los solitarios somos todos iguales. 

sábado, 30 de julio de 2011

Recuento 9: En Resumen, Te Quiero

Querer mostrar que todo lo que llamamos verdad es verdad, no es sino una de las posibilidades de la verdad. Siempre puede haber otras tan legítimas como la anterior.

Marco Denevi.

No es que sea un experto en la interpretación de los sueños, porque de ninguna manera me definiría como tal y, sin embargo, sí estoy seguro de la existencia de esta facultad, que muchos considerarían intuición o sexto sentido, para fácilmente darle alguna significación a lo que cuando dormimos podamos ver o realizar en sueños, y a las pruebas me remito.

Pero más allá de la simpleza de decir “soñar con boda es que prontamente habrá algún fallecimiento” o “soñar con mierda es que recibirás dinero”, cuando alguien me cuenta lo que ha soñado, no comienzo a configurar ninguna explicación en base a las pistas que me sean dadas en esos mensajes encriptados, que son enviados subconscientemente a través de los sueños, a todo aquel que acude a mí colmado de incógnitas sino que dejo que mi cuerpo hable y sin necesidad de pensarlo dos veces, comunico lo que la sangre me exije, “eso” que al soñador le hace falta saber, la anhelada respuesta para que encuentre solaz. Pero allá ellos si quieren escuchar o no lo que les digo o si simplemente les bastaba con desembuchar lo que los aturdía con alguien de su confianza.

Hace un par de días me despertaron a las tres y tantos de la madrugada, como tambores de Calanda los rings del celular sonaron con perseverancia por varios minutos, “a estas horas sólo puede tratarse de alguna llamada de extorsión”, pensé, la televisión suele ponernos paranoicos, la verdad. Encontré el teléfono que descansaba junto a mí en el buró, a un lado de la cama, y antes de contestar recordé los últimos momentos de mi sueño: en él, yo subía y bajaba escalones intentando incansablemente de llegar a un punto, me hallaba algo así como perdido en cierta estación del metro que no podría decir cuál era porque nunca había estado en ella, un sueño un poco angustiante, porque yo sabía que me hacía falta llegar de inmediato a mi destino, lo extraño es que desconocía también cuál era éste. Por cierto sucede una extraña contradicción con respecto a esta suerte de don que poseo, jamás me ha sido posible dar significado a mis propios sueños. Y, bueno, así es que sin retirarme las lagañas de los ojos, mi mano dio con el teléfono y atendí: Desde hace más de una hora estoy despierta y con miedo, no sabes, fue una cosa tremenda, era una mujer horrible, decrépita, de ésas que parecieran haber salido de una película de terror, no sabes, me dio un susto bárbaro del que todavía no me recupero, te lo juro que estoy sudando frío, oye, ¿estás ahí?, terminó de decir la voz de Elena que hablaba entre atropellada y con prisas. Sí, aquí estoy, ¿ya te diste cuenta de la hora qué es?, le pregunté con tono de regaño. Sí, mi Jules, ya pasan de las tres de la mañana y ya sé que te levantas a las cinco y media, pero es que cómo te explico que necesito que me digas de qué se trató todo eso, no sabes, no he podido pegar el ojo desde que desperté bañada en sudor y llorando, como a eso de las dos, y, no sabes, con eso de que Eugenio está de viaje de negocios, estoy solita y mi alma aquí en casa, y, pues eso, que sólo se me ocurrió llamarte a ti, mi bien ponderado Jules, ayúdame, honey bee, tengo mucho espanto, terminó de decir. Bueno, cuéntame entonces qué fue lo que soñaste, pero no te prometo dilucidar gran cosa, en serio que mis sentidos están algo aletargados, le dije y me tendí boca arriba sobre la cama. Gracias, mi Jules, por eso te quiero, bebé; pues nada, resulta que Eguenio y yo entrábamos a un McDonalds, imagínate, en mi vida he pisado uno, ya ves que mi dieta me prohíbe ingerir comida que no es comida jajajaja… ¿me escuchas?, me preguntó Elena al terminar de reír por su propio chiste. Sí, te estoy poniendo toda mi atención, Ellen, le dije. Gracias, bebé, y bueno, los dos ocupábamos una mesa y se nos acercó una mesera a tomar nuestra orden, una muchachita muy linda, y con una vocecita dulce, su uniforme era como de esos que solían usar las camareras de tiempo atrás y como se ve en las películas, en tono turquesa, y no me acuerdo qué ordenamos, la verdad, pero seguramente fue alguna cajita feliz, ya ves que estando ahí, ¿qué otra cosa podíamos pedir? Entonces esta chavita que era rubiecita, de piel blanca y muy mona, tipo Candy Candy, pero su pelito no era rizado sino lacio, se marchó y Eugenio y yo nos quedamos solos, pero no cruzamos una sola palabra, es más desviábamos la mirada del otro, yo, como tenía la ventana de frente, veía que afuera había un columpio y en una de las sillitas de fierro un niño como de unos cinco años, era columpiado por una señora gorda y ya como de unos sesenta años… espérate, ahora que recuerdo bien, ese columpio estaba instalado en un pequeño jardincito y el zacate se miraba como quemado… sí, como si alguien le hubiera prendido lumbre… curioso detalle; y, bueno, entonces, la muchacha regresó, como sucede en las películas la comencé a ver de abajo para arriba, inicié con sus pies, sus piernas, su falda, el vientre, no llevaba ninguna charola en las manos ni nuestro pedido tampoco, luego le vi el pecho y el cuello y al llegar a su rostro, horrible, mi Jules, no encuentro palabras para contarte cómo era… mmm… ¿te acuerdas de la película de He-Man And THe Masters Of The Universe?, me preguntó Elena. Creo que sí, con Dolph Lundgren, ¿verdad?, le dije. Sí, mi Jules, pues la mujer esta, no sabes, era idéntica a la mujer que Skeletor tenía prisionera, ya ves que en la película poco a poco se iba como que pudriendo en vida, así como que desintegrándosele la cara, yéndosele para abajo los músculos y la piel, horrible la mujer, así era el rostro de esta tipa que vi en mi sueño. Pues de esa escena en particular no me acuerdo, pero me imagino, Ellen, le dije. No, así no cuenta, me dijo Elena, cómo te explico… En Aura de Carlos Fuentes, en Consuelo Llorente, ¿si te acuerdas?, me preguntó. Claro que sí, ahí tengo en mi cajón de proyectos inacabados una adaptación al cine que hice de ese relato, le dije. Pues imagínate que tenía de frente a la vieja bruja esa desquiciada y de más de cien años frente a mí, terrorífica imagen, tengo miedo todavía, mi Jules…, dijo Elena. ¿Y qué más pasó, Ellen?, le pregunté. Desperté cuando ella intentó acercárseme; tú qué crees que quiera decir mi sueño, me dijo. Que estás esperando un hijo, tienes por lo menos cinco semanas de embarazo, le hice saber, las palabras brotaron por sí solas de mi boca, no me dieron tiempo a pensarlas, por un momento Elena no pronunció una sola palabra así es que tuve que preguntarle si todavía seguía en la línea. Sí, aquí estoy, petrificada por la noticia que me acabas de dar, Julito, no me lo creo, en serio, me dijo. Pues allá tú, y, por cierto, no me digas Julito. Sorry, Jules, es que el miedo por el sueño ya se me pasó, pero ahora estoy bien nerviosa por eso que has dicho y tú nunca te equivocas, cabrón, me dijo. Ellen, no sé decirte cómo es que lo sé, pero lo sé, estás embarazada, felicitaciones, en serio, te mando un abrazo fuerte, también a Eugenio, pero tengo que dormir, le dije. Sí, lo entiendo, mi Jules, creo que te voy a colgar para marcarle a Eugenio, besos mi adivino adivinador, te marco por la tarde, disculpa mis molestias de señora chisqueada, bye, precioso, me dijo. Hasta luego, Ellen, le dije y colgué, me di media vuelta sobre el colchón de la cama, tomé la almohada, la abracé y traté de dormir, en pocos minutos todo se volvió negro.

Y en otros pocos minutos más timbró la alarma del despertador.

A un lado, en la misma cama, tenía a Eugenio, le di un beso en la espalda, me encanta hacerlo porque es como si probara el agua del mar al entrar mis labios en contacto con su piel y me dejara su sabor salado impregnado en ellos. La hilera de besos continuó subiendo hasta alcanzar su nuca, luego, mientras pasaba mis dedos por su cabello, le dije al oído que había tenido un sueño muy extraño. ¿Con qué soñaste, ahora?, me preguntó algo adormilado y teniendo la boca sobre su hombro izquierdo, siempre suele dormir de esta manera, por lo que sus palabras apenas y las entendí. Con Elena, le dije. Tenemos años sin saber de ella, desde que le encontró el sabor a la vida, se olvidó de este par de camotes, dijo él y rió con la nariz. Abracé a Eugenio y le conté detalladamente todo lo que había soñado. Dicen que es malo soñar con mujeres embarazadas, me dijo Eugenio, al terminar el relato de mi sueño. ¿Malo, en qué sentido?, le pregunté. Pues no sé muy bien, me dijo, pero dicen que es señal de que una desgracia está por venir. Y a ti quién te contó eso, le dije. No sé, cosas que aprende uno de la vida, mejor ya deje de abrazarme, muchacho, y métase a bañar que ya van a ser las cinco y media.

Elena era la novia de Eugenio cuando la conocí, los tres estábamos por licenciarnos, ella y yo de QFB y él de LAE, ella se convirtió en poco tiempo en mi mejor amiga de mis últimos años en la facultad, a él nunca le caí bien del todo porque le provocaba celos que Elena tuviera depositada tanta confianza en mí y no en él que era su novio. De pronto una noche en que Elena no se presentó a un concierto de Intocable el destino tiró los dados y nos quedamos Eugenio y yo solos, nos conocimos a cabalidad sin la presencia de ella, y el resto fue historia. Al poco tiempo sólo fuimos: Eugenio y yo. Elena se alegró de que ya no hubiera enemistad entre las dos personas que más le importaban en ese momento de su vida, pero no tardó mucho en que su intuición femenina entrara en juego y sospechara que hubiera algo más entre ambos, la noticia de que había surgido algo entre Eugenio y yo la apabulló durante un buen tiempo, tanto que nos dejó de hablar, pero luego prefirió tenernos como amigos que como enemigos. Al graduarnos, Elena decidió hacer una maestría en el extranjero, desde entonces perdimos contacto con ella y poco a poco fue olvidándose, sólo hasta el sueño de anoche, cuando reapareció embarazada en mi sueño, volví a tenerla en mente, y, según Eugenio, ese asunto del embarazo no era buen augurio.

Y, bueno, ya al cuarto para las siete, me encontré frente a las escaleras de la estación del metro y las subí no sin tener esa sensación de estar viviendo un deja vu. Tras introducir la tarjeta y al estar a punto de poner el pie en las escaleras eléctricas, escuché que alguien me habló, volteé y no vi a nadie, la sensación de extrañeza aumentó todavía más. No transcurrieron ni cinco minutos para que arribase el metro, me subí en el último vagón, el que se supone va más desocupado. A lo mucho diez pasajeros, y yo, tripulábamos el vagón.

En un principio Elena se puso como loca cuando supo que la habían dejado por un hombre, y más cuando no era un hombre cualquiera de tantos sino su mejor amigo, en quien ella confiaba más. Pero en poco tiempo comprendió que el amor es un algo que es incomprensible e indetenible, y prefirió hacerse de un par de buenos amigos que amargarse la existencia siguiendo el sendero del odio. Es que, en resumen, te quiero, me dijo, y qué chingados le hago, eso no voy a dejarlo de hacer nunca, mi estimado Jules, cabroncito de mi alma.

Y, entonces, cuando terminabas de pensar en eso que yo te había dicho hace mucho tiempo, ¿recuerdas, esa frase: “En resumen, te quiero”?, dijo Elena, tú te bajabas del vagón en la última estación, ya eras el único pasajero y comenzabas a caminar, a subir escalones y a bajarlos, pero esa estación subterránea era algo así como un laberinto de escaleras y pasillos que no conducían a ningún punto… no encontrabas nunca la salida, y eso me mortificaba, yo no aparecí por ningún lado, simplemente era testigo omnipresente de todo esto que te ocurría, me desperté con mucho miedo y te marqué, Jules, ¿te encuentras bien?, ¿Sigues ahí? ¿Qué explicación me puedes dar a este sueño? No entiendo nada la verdad, de por qué después de tanto tiempo vine a soñarte a ti, precisamente, busqué tu número y te marqué de inmediato, pero dime algo, respóndeme, Jules… Dónde estás, mi cabroncito…

En mi sueño, en el sueño de alguien más, el de Elena posiblemente, en el deja vu, en la vida, en la realidad, en mi inconsciencia, en el significado de un sueño, en mi muerte, en mi pasado, en mi presente, en mi futuro, en la película que alguien más veía, en el cuento que alguien más escribía, en eso que no tiene nombre, en lo que fuera que fuera ahí me encontraba yo, y yo subía y bajaba escalones en esa estación del metro en la que jamás había estado y buscaba llegar pronto al andén del metro y tomarlo para que me condujera a ese destino que aún sigo sin conocer, mientras andaba en ese laberinto del cual sabía, no pregunten cómo lo sé, que nunca lograría salir, recordaba a Eugenio, el sabor de su espalda, y a Elena, su frase para la posteridad: En resumen, te quiero.   

jueves, 23 de junio de 2011

Recuento 8: Cuando la ocasión se presenta (o Los sagitarios siempre acaban destrozándome el corazón)

Cuando la ocasión se presenta, es decir, cuando súbitamente mi mente se libera de toda presión, de esos pensamientos a los que me ha dado por llamar “de fijo” porque son los que siempre están, estarán ahí, a pesar de que parezca lo contrario, y forman, formarán perennemente, parte de la rutina diaria, semanal, mensual, anual hasta el fin de mis días… Y, bueno, es raro, pero casi siempre mi mente se desamarra de manera efímera de esas correas que me sujetan al rigor de la vida al momento de escuchar música y, entonces, es cuando me dejo arrastrar por ella hacia el pasado o a la fantasía… Debidamente con los ojos cerrados, sonando Clocks de Coldplay, donde el piano y la voz de Chris Martin más el resto de instrumentos empatan armónicamente y, en un murmullo que apenas y soy capaz de escuchar yo mismo, repito una estrofa de la canción: Confusion never stops / Closing walls and ticking clocks / Gonna, come back and take you home / I could not stop that you now knowComienzo a cruzar la puerta, es de noche, desconozco la casa y sin embargo el enorme patio guarda similitud, al menos en sus dimensiones, con el solar de la casa de mis abuelos maternos en Aldamas, solamente que en él no están los naranjos ni el gallinero ni el chiquero de los marranos ni el baño de pozo, plantado, de todas maneras, al centro del patio está el enorme huisache que ofrece sombra a la casa, pero en este caso no es la misma, aquella era verde, enorme y estaba levantada a casi un metro del suelo, la de ahora es una vivienda más bien pequeña comparándola contra el terreno restante, cualquiera pensaría que pudo haber sido construida mucho más espaciosa… Pero, bueno, basta de detalles, lo que importa es que estoy cruzando la puerta principal y una señora de edad avanzada me recibe dándome un beso en la mejilla y un abrazo, ambos muy familiares, me pregunta que cómo estoy, bien, le respondo y me dice que me siente en la silla del recibidor, le digo que así estoy bien y ella me dice que en un momento volverá que tiene que salir, pero que no me preocupe que pronto llegará José Luis, no sé de quién me habla, pero yo asiento y ella pasa a un lado de mí y sale por la puerta con una sonrisa en los labios… Por pura curiosidad pregunto en voz alta si hay alguien en casa, pero nadie me responde, cabe aclarar que la casa está iluminada por todas partes: ante la escasez de espacio, abundancia de ventanas… Me dirijo a la segunda pieza que es la sala-comedor y de ahí ya el resto de la casa queda comunicada: al frente se puede ver la cocina y las puertas de los dormitorios y la del baño, hacia la derecha… La puerta del baño se abre, sale de ahí un joven que se parece a Gael García, me mira y me lanza un saludo con la cabeza y yo le respondo, camina hacia la sala y me pregunta si no hay nadie más en la casa, le digo que yo pensaba que no había nadie, hasta pregunté si había alguien pero nadie respondió, pues qué raro, me dice él, yo no oí que alguien hablara, entonces va y se sienta en el sillón individual de la sala y me dice que yo también ocupe un lugar… Después de pasados unos minutos en los que ninguno hemos tenido la mínima intención de conversar, pienso que ya transcurrió el tiempo suficiente como para preguntarle qué es lo que esperamos, de hecho, él me responde, no tengo la menor idea, me dice, y de una mesa que está a un lado del sillón alcanza con la mano un libro y lo abre en una página al azar y se pone a leer… Así que ésta no es tu casa, le digo al joven quien está sumido en la lectura, no, responde él casi sin ganas de hacerlo, mmmm… ¿y qué lees?, si se puede saber, le digo, el joven cierra el libro y me mira a los ojos, yo tenía poco tiempo de haber llegado aquí antes de que tú lo hicieras, me dice, y estoy leyendo a Leon Tolstoi, “El reino de Dios está en vosotros”, bueno, le digo, ya para no molestar más, por pura casualidad ¿no conoces a un tal José Luis?, el joven frunce el ceño, al único José Luis que conocí, me responde, es un amigo de mi hermano que falleció hará un par de meses: leucemia, lo siento, le digo, no hace falta que digas una mentira, me dice y abre el libro para continuar su lectura… Pero no pasa mucho tiempo en el que ninguno cruza palabras, mucho menos miradas, cuando vuelvo a interrumpirlo preguntándole si además del cuarto de baño conoce el resto de la casa: las recámaras, no, me responde él, como te digo yo no vivo aquí y mejor ya deja de estarme haciendo preguntas porque me estás fastidiando… Entonces, dejo la sala y me dirijo a la puerta que está a la izquierda de la que corresponde al cuarto de baño y al momento de abrirla me encuentro con un dormitorio paupérrimo, el cuerpo de un joven, quien lleva puesta únicamente una trusa blanca, tendido en una cama individual, a su costado derecho está una mujer vestida de negro que llora sentada en una rústica silla de madera, ella guarda parecido con la mujer que antes me encontré en la puerta sólo que ahora es por lo menos una década más joven, la habitación se hace iluminar por una lámpara de gas que descansa sobre un buró que está al lado izquierdo de la cama. Se murió mi niño, me dice la mujer que levanta la cabeza cuando me mira, leucemia, igual que su papá, igual que su abuelo. ¿José Luis, verdad?, le digo a la mujer. Sí, me responde entre sollozos, ¿lo conocías? La mirada en sus ojos irritados me conmueve, eso no lo sé, señora, le respondo y, no entiendo porqué, sonrío en ese instante que no tiene ningún motivo que provoque sonrisas. Ella difícilmente también simula una sonrisa en su rostro gobernado por la tristeza y pasa sus manos por encima de la cara de su hijo muerto… A pesar de la poca luz en el cuarto, puedo distinguir que en la pared opuesta hay un umbral aún más oscuro y me intriga conocer hacia dónde conducirá, así es que camino hasta adentrarme en él, a los escasos pasos descubro que el olor en ese lugar es una extraña e insoportable combinación de concentración de humedad más la emanación proveniente de los cuerpos en descomposición, no obstante que no puedo comprobar que los haya puesto que no los he atestiguado, pero cuando ya estoy decidido a volver me topo con una bifurcación y, como siempre lo he hecho, elijo la opción de la izquierda, al fin zurdo… Al cabo de andar unos cuantos metros el resplandor rectangular que está al frente me advierte que pronto llegaré a una puerta más… Un hombre está sentado en una silla giratoria, me da la espalda porque, entretenido, está viendo por la televisión una película a blanco y negro, si no me equivoco se trata de The Man Who Knew Too Much de Alfred Hitchcock en su primera versión, la parte de la película en la que el protagonista ata un hilo a la espalda del hombre que será la primera víctima y el tejido hecho por su esposa comienza a deshilacharse conforme el hombre se mueve y a la misma vez van enredándose las parejas que bailan… Cuando cierro la puerta, en la película, al mismo tiempo, se detona el disparo proveniente del exterior del salón de baile y que atraviesa la ventana para fulminar a ese hombre a quien le fue atado el hilo en la espalda, tras escuchar el sonido de la puerta, el hombre sentado en la silla giratoria se da la media vuelta y entonces lo reconozco… ¿Edu?, le pregunto absolutamente sorprendido y él sonríe, pero al igual que yo se extraña cuando me ve. ¿Qué onda, we? Tenía un chingo de años sin saber algo de ti, we, me dice con esa voz profunda que creí que ya la tenía olvidada… Pues, opino igual, cuando terminé la carrera te perdí la pista, le digo… Pero, bueno, aquí estamos, we, dice y culmina con esa sonrisa de lado que me subyuga… Te acuerdas que… le digo, pero él interrumpe mi oración… We, mejor no hablemos del pasado… Pero, cómo no hacerlo, al menos ponme al tanto de qué ha sido de tu vida, le digo… Pues no mucho, me casé, tengo un hijo, no terminé la carrera y cuando hay trabajo, pues trabajo. ¿Y tú, ya te pescaron, we? me cuestiona… ¿Cómo crees?, le digo, seguía esperando que tú aparecieras y me amarraras, le digo entre sonrisas pero con sinceridad… Edu también se ríe, ¿por qué me dices eso, we?, me pregunta… Obvio, porque estoy loco, le digo… No estás ni eres ningún loco y eso lo sabes, me dice Edu… Para evitar abundar en esa encrucijada de ideas que no llevará a ningún punto le digo que si no piensa ponerse de pie para darme un abrazo, han sido muchos los años que han pasado, Edu, le digo… We, has cambiado un chingo en estos años, según yo eras alérgico a los abrazos, me dice… Y lo sigo siendo, le digo, pero contigo hago una excepción, así es que párate para verte bien… No puedo, we, me dice… Cómo, por qué, le pregunto… No me puedo levantar, we, me dice, ya no camino, we, es una historia muy larga y no pienso contártela… No lo hagas, Edu, no es necesario que expliques nada, bueno, si quiero que me cuentes algo, sabes qué hacemos aquí, de quién es esta casa… Creo que eso no tiene mucha importancia, we, dice Edu, lo que importa es que aquí estamos tú y yo, we, nos hemos encontrado de vuelta… Pues sí, tienes razón, es lo mejor que pudo haber pasado, le digo, aunque no me convences mucho que digamos, ¿sabes?, cuando vi la casa desde afuera era muy pequeña y ahora, no sé, es como si le hayan crecido pasillos y habitaciones, no lo habías notado, le pregunto… We, me dice, tú como siempre nunca dejas de pensar, ésa fue la razón por la que… No lo digas, ahora soy yo quien corta la frase de Edu, no lo digas, repito… Ésa es la razón, dice Edu, por la que ahora estás muerto, José Luis, tu mente suele trabajar horas extras… ¿Tú crees?, le digo… We, no mames, me dice, cuando te enteraste que tenías leucemia te mentalizaste en que tu final ya se aproximaba cuando la mayoría de las personas luchan y evitan pensar en la fatalidad cuando se les diagnostica algo así… Yo nunca he sido como la mayoría de las personas, le digo a Edu y me siento sobre el suelo, me recargo sobre la puerta, a la mayoría de las personas como tú dices les gusta vivir en el autoengaño… No, José Luis, me dice Edu, lo que hacen es no rendirse… Hay algo que no sabes, le digo a Edu, sí, fue la leucemia lo que al final, bueno, tú sabes, pero mi corazón ya estaba destruido desde antes, precisamente desde que tú desapareciste de mi vida… We, de eso prefiero no hablar, dice Edu… Como tú digas, Edu, le digo, lo único que quiero que sepas es que es un hecho que en mi vida los sagitarios siempre acaban destrozándome el corazón… We, y cómo te acuerdas todavía que mi signo del zodiaco es sagitario, dice Edu, we, mejor no me respondas y ya deja de hacer dramas y de pensar en el pasado, mejor terminamos de ver la película, si quieres le doy rewind y comenzamos a verla desde el principio, si tú quieres… Si lo mismo pudiera hacer con mi vida, le digo…    

viernes, 27 de mayo de 2011

Recuento 7: El orden de los factores no altera el producto

Muchas veces se ha dicho que lo que acontece en los sueños tiende a organizarse en torno a los deseos reprimidos del soñador, es decir, que toda esa aparente sinrazón que en ocasiones logra entretener, en otras espantar e incluso suele no ser recordada al despertar tiene el único propósito de querer llevar a cabo lo que creemos, o sabemos, que es imposible de ser; la ciencia de los sueños se funda en los anhelos que no es capaz de expresar el que sueña debido a múltiples factores restrictivos, los primordiales: la moral y las llamadas “buenas costumbres”. Que esta explicación concisa sirva para entender lo que ocurrió con exactitud a Gibrán esa noche cuando al irse a dormir junto a Paula, su esposa, y comenzar a soñar, en sueños tomó una decisión sobre la cual no habría vuelta de hoja y extraordinariamente repercutió de manera directa al mundo externo al de los sueños.

El caso de Gibrán

Gibrán se habló así mismo:

Esta situación no puede continuar así, cada vez me siento más cercano a él que a Paula. De él, estoy enamorado; con ella, tengo un compromiso, dentro de lo que cabe, la quiero: estoy seguro de que Paula me ama, ambos nos comprendemos y, sin embargo, jamás ha habido honestidad absoluta hacia ella y eso se encarga de estropear una relación que, tal parece, jamás será recíproca… Paula, en este momento duermes a mi lado, pero en este mismo momento desearía no estar aquí sino junto a él, compartirlo con tu hermano…

Gibrán se acomodó en la cama y súbitamente comenzó a dormir, de rato estaba soñando. El sueño de Gibrán, como el de la mayoría de las personas, no tuvo un inicio claro y tampoco continuidad:

Es el panteón municipal y es ya de tarde. Hay muchas personas reunidas ahí, parece algo así como una kermés o un día de campo que se concierta sin guardar orden, ninguna de las personas lleva gesto de congoja a pesar de ser éste un lugar en el que por lo común la gente lleva la cara triste o seria, al menos. Un detalle más, es como si yo tuviera, a lo mucho, diecisiete años. Mis padres me acompañan a la entrada del panteón…

Estamos de pie frente a la tumba de mis abuelos y en la que además descansan los cuerpos de una tía que murió cuando yo aún no nacía y un primo, de quien guardo pocos recuerdos, que murió atropellado a sus escasos cinco años. A un lado de nosotros, cerca de unas tumbas que son de tierra y están tapizadas de flores amarillas y olorosas, hay varias personas que ríen a todo lo que el pulmón les alcanza, sin importarles que a mi mamá le escurran lágrimas y se le quiebre la voz mientras reza un Padre Nuestro en voz que busca ser alta pero no lo consigue...

Entre ese grupo de gente risueña que está a nuestro costado izquierdo, identifico a un joven que lleva una gorra, es esbelto y menudo, le calculo unos veinticinco años de edad, más o menos, su tez seguramente es clara pero ahora luce bronceada, su sonrisa es inocente y seductora al mismo tiempo, engañosa podría decirse, y sus ojos borrados son cautivadores, un señuelo; a la derecha de ese joven hay otro cuya tez es más clara pero sin llegar a ser pálida, de unos veintitrés años, sus ojos son grandes y oscuros, cuando les pega la luz del sol me doy cuenta de que son de un café avellanado, sus labios son perfectos como para ir y plantarles un beso, es más delgado que el otro joven, flaquito, y tiene un rostro angelical como de quien es incapaz de cometer algún ilícito, su mandíbula se delinea por una hilera de vello facial recortada escrupulosamente, en sus manos lleva un libro grueso, pero no alcanzo a leer el título…

Al centro del panteón hay dos grandes mesas: una, en la que varias personas están jugando a la lotería, escucho cuando cantan el gallo y las personas comienzan a imitar el canto del ave y luego terminan riendo; la otra, es donde vamos a sentarnos y es en la que la gente consume los sagrados alimentos –¡y, sí, a mitad del panteón!–. Ocupo el asiento que está enseguida de ese joven de ojos borrados. Todo lo que digo le causa gracias y el sonido de su risa es contagioso. Frente a mí están mis padres y encuentro reprobación en sus miradas, se dan cuenta de mis evidentes intenciones de seducción hacia ese joven que me supera en años. Extraño que por ningún lado se vea al otro joven, el más serio y que llevaba un libro en las manos y que también me agradó al momento de conocerlo…
–¿Sabías que antes ya te había echado el ojo? –me dice el joven de ojos borrados mientras caminamos hacia la parte en que se hallan las tumbas más antiguas del panteón.

–En serio, ¿dónde, tú? –respondo preguntando y él se ríe.

–Fue en un sueño anterior, de hace un par de años –dice él, y me es inevitable notar que dependiendo de la iluminación, del reflejo, sus ojos o son verdes o son azules. Nos detenemos y recargamos en una vieja cripta cuyas paredes están cubiertas de lama.

–La verdad, me cuesta mucho recordar lo que sueño –le confieso cuando me tiene de frente.

–Fue justo la noche antes de que te casaras con Paula –dice, pero yo no sé de quién me habla ni de a qué casamiento se refiere, me agacho para arrancar una mala hierba, pero él sigue hablando. –Era una pesadilla: ¿recuerdas el pantano, Nueva Orleáns, cómo te hundías pero yo llegaba a sacarte de ahí?

–No recuerdo nada de eso, mejor dicho, no quiero recordar… –le digo y avanzo hasta llegar al camino que conduce a otra parte más en el panteón donde los ataúdes están a la intemperie. Me doy cuenta, con sorpresa, de que en ese lugar está ese otro joven que lleva el libro en sus manos, me parece tan apuesto, quizás más que el joven de ojos borrados y, sobre todo, sin esfuerzo alguno demuestra ser todo un caballero a sus veintitrés años, que es la edad que le estimo.

–¡Ven conmigo! –me grita el joven de ojos borrados cuando el otro ya ha intercambiado miradas conmigo desde el sitio donde están los ataúdes a la intemperie. Por un momento no sé qué hacer.

–¡¿A dónde?! –le pregunto gritando al joven de ojos borrados.

–¡Adonde sea, mi vuelo ya está por despegar, vámonos ya!

Antes de regresar con el joven de ojos borrados, intrigado camino hasta estar más cerca de los ataúdes que están a la intemperie y al llegar a ellos me doy cuenta de que en su interior no hay cadáveres de personas sino de perros, el joven de tez clara que también está ahí me ve de una manera muy seria, entonces, le pregunto qué está leyendo.

–La historia sin fin de Michael Ende, ya estoy por terminar el libro –me responde con una voz serena, dulce hasta cierto punto, distinta a como creía que sería.

–Entonces, si ya estás por acabarlo, no es verdad eso de que sea una historia interminable –le digo y él sonríe, sus labios son cada vez más irresistibles.

–Libros como éste continúan para siempre en tu mente, continuarán hasta la eternidad a pesar de la muerte de quienes los hayan leído, si eso es lo que quieres decir –dice.

–Me agradas demasiado, desde que te vi y más ahora que hemos cruzado unas pocas palabras –le confieso al joven que me responde sonriendo.
–Estaría bien si algún día nos conociéramos en persona –me dice, pero no entiendo qué quiere darme a entender si justo ahora estamos frente a frente, en persona.  
–Ojalá y así sea –le digo a ese joven noble y sereno, intelectual siguiéndole el cuento de que en este momento no somos nosotros quienes estamos conversando sino cierto tipo de proyecciones nuestras, hologramas; él me sonríe y asiente.

Estoy a punto de volver sobre mis pasos, deseando tener el valor de ir a por un beso de ese joven de tez clara, al menos darle un abrazo fuerte de saludo y despedida, pero la timidez no me lo permite y lo dejo que continúe con su lectura en ese cementerio canino…

Voy caminando junto al joven de ojos borrados. Su sonrisa, sus ojos, lo tomo de la mano y andamos hacia una avioneta que está estacionada al fondo del panteón, mientras lo hacemos pasamos a un lado de mis padres: él, me voltea la cara; ella, mueve la cabeza de un lado a otro como si se hiciera la pregunta de “en qué fallamos con este muchacho”. “¡En nada!”, le respondo en voz alta y justo al pronunciar estas palabras siento como la mano de mi acompañante aprieta la mía con más fuerza...
–¿Sabes si en el vuelo nos pondrán alguna película? –le pregunto al joven de ojos borrados mientras subimos al vehículo.

–Tal vez The Curious Case Of Benjamin Button, ¿ya la viste?

–No, de qué trata.

–De un hombre que vive una vida distinta a las demás, una vida al revés podría decirse; incluso su historia de amor es muy atípica.

–Mira, vaya caso más curioso, mis historias de amor nunca han sido típicas.

–Lo suponía...

Paula sintió un espasmo, como si en sueños fuera cayendo hacia el vacío, despertó exasperada y se dio una vuelta en la cama para abrazar, encontrar protección en Gibrán, pero se dio cuenta de que él ya no estaba en la cama, había desaparecido.

sábado, 14 de mayo de 2011

Recuento 7: El orden de los factores no altera el producto

El siguiente relato se centra en Paula, la esposa abandonada de Gibrán, quien como Penélope tejía y destejía los momentos que compartió con su esposo añorando que él regresara con ella, pero esto fue hasta el día fatídico que descubrió el manuscrito debajo del colchón de su cama. A partir de ese momento, sus sentimientos se tornaron en una angustia y una imposibilidad de decir las cosas, en una depresión y en un arrebato que en no mucho tiempo la desquiciaron al punto de ser recluida en una institución psiquiátrica. El caso de Paula se ubica justamente una semana antes de que ella encontrase el manuscrito que, por cierto, ella misma se encargó de destruir de una manera inusual: lo hizo pedazos, a éstos los sirvió en un plato hondo, le agregó leche suficiente y se los comió como si fuera cereal.  
El caso de Paula

Se retira lentamente las lágrimas de sus mejillas con las manos. Ha llorado desde que él desapareció de su vida todas las noches sin falta, en silencio. Todas las ocasiones que lo ha hecho se cuestiona qué error involuntario pudo haber cometido ella para que él decidiera abandonarla, dejar esa vida de cuento de hadas que ya había iniciado junto a ella para irse a otro lugar, quizás con alguien más. Jamás encontró algún detalle que le diera a entender que él iría a tomar una decisión como esa, de la cual no habría ninguna retractación. Ha hecho memoria infinidad de veces y no ha encontrado nada que compruebe que estaba siendo engañada por Gibrán. Entre las muchas de las cosas que le parecen extrañas sobre la manera en que fue dejada por su marido, Paula sigue preguntándose cómo es que no se llevó ninguna prenda ni tampoco la camioneta ni papeles importantes ni mucho menos su identificación. Ella ha llegado a pensar que posiblemente su marido llevara una doble vida y quizás Gibrán ni siquiera haya sido su nombre real…

Alguien toca a la puerta: Paula abre y su hermano, Mauricio, la observa:

–Ya no llores, te va a hacer daño, te vas a enfermar… –dice él cuando nota la tristeza en sus ojos, la hinchazón en sus párpados, los signos de que lleva horas sin parar de llorar a cada instante.

A Paula se le vuelven a llenar los ojos de lágrimas por lo que le ha dicho su hermano y que no le produce ningún consuelo:

–Es que ya no me pregunto por qué… sino por quién… y eso, antes que enojarme, me pone muy triste.

–Pues qué te digo, creo que para la tristeza no se ha inventado ningún remedio. Y quiero que sepas que esto que hizo Gibrán me duele a mí tanto como a ti, o tal vez más…

Paula se refugió en brazos de su hermano y él, instintiva, maternalmente, comenzó a sobarle el cabello, preguntándose en silencio al mismo tiempo si ella sabrá algo sobre lo suyo con Gibrán.  

Recuento 7: El orden de los factores no altera el producto

Este relato insólito consta de 3 partes que pueden leerse aleatoriamente, y cada una de ellas consiste en el punto de vista, a distintos tiempos, de varias personas a las que lo sucedido a una de ellas vino a cambiarles la vida radicalmente.

Comencemos, entonces, con El caso de Mauricio, una breve explicación de él antes de que sea leído: Cuando Gibrán, esposo de Paula, desapareció de su casa, de esto hace ya casi 3 meses, ella encontró este manuscrito debajo del colchón de su cama matrimonial y en todo este tiempo no le ha contado nada a nadie sobre su existencia, mucho menos sobre su contenido y la autenticidad del mismo. Su intuición femeninda le dice, empero, que todo lo que ahí está escrito por puño y letra de Gibrán tuvo lugar en la realidad. La relación tan cercana que Paula mantenía con Mauricio, su hermano, desde que leyó el manuscrito se ha desvanecido casi por completo.

El caso de Mauricio
Cerca de las 3 a.m., mientras en las otras habitaciones los demás miembros de esta familia se entregaban a pleno al oficio de dormir, en secreto, Mauricio dejó la cama, y, tratando de no hacer ruido, salió de la recámara y comenzó a andar hacia el pasillo con pasos silenciosos con el fin de evitar que alguien más despertase, lo descubriese e inevitablemente le cuestionase qué hacía de pie a esas horas.
Cuando llegó al descanso que precede la escalera, a Mauricio le fue imposible no ver el retrato de familia donde sus padres no consiguieron disimular el distanciamiento entre ellos cuando sus tres hermanas, su hermano mayor y él no tenían la menor idea de esto: el gesto auténtico de felicidad en el retrato en los cinco rostros de los preadolescentes era la prueba.
Mauricio comenzó a bajar por la escalera y cuando ya sólo restaban tres peldaños para pisar la sala, alcanzó a distinguir entre sombras una figura esbelta y que, a causa de la ausencia de luz, se sospechaba era amenazadora, quizás peligrosa, mientras estaba de pie a mitad de la sala como si estuviese a la espera del arribo de Mauricio para infligirle cierto tipo de perjuicio. Pero él, sin amilanarse ni un ápice, descendió los últimos escalones con sumo cuidado y avanzó, con el mismo sigilo que había guardado desde que dejó la cama de su habitación, hacia esa silueta negra y misteriosa que, al percatarse de la proximidad de Mauricio, comenzó a retroceder muy despacio y sin hacer sonido alguno.
Justo a un lado de la escalera, en la primera planta, claro está, se halla la habitación para las visitas pero que desde que sus padres decidieron separarse fue ocupada por su padre, la explicación de este hecho contradictorio es breve y es la siguiente: vivir en un mundo de apariencias es lo que cunde en ciudades como ésta, el qué dirán siempre le importó a la madre de Mauricio mucho más que cualquier otra cosa, así es que esa separación física y emocional se mantuvo en secreto para el resto de personas externas al núcleo familiar, por lo que para ellos y hasta hace cinco años, que fue cuando su padre dejó de existir, siguieron siendo una familia unida y sin problema alguno, un auténtico ejemplo para esta sociedad de doble moral.
Mauricio identificó, a pesar de la penumbra, la puerta de la habitación de su padre, llegó hasta ella y la abrió. La otra figura siguió sus pasos.
Adentro de la habitación de papa, Mauricio encendió la lámpara que estaba encima del tocador, la luz era muy tenue, lívida, podría decirse:
–No sabes cuánto te extrañé este día… bueno, ayer –dijo Mauricio en voz baja abrazando a Gibrán, su cuñado.
–Ya lo sé. –dijo Gibrán y sonrió– Estornudé mucho en la oficina, seguramente el mismo número de veces que te acordaste hoy de mí, digo, ayer.
Mauricio comenzó a besar el cuello de Gibrán quien respondió de la misma, vampírica manera en que era besado por el otro. En muy poco tiempo las dos bocas se fundieron en un beso que no podría adjetivarse de otra manera más que desesperado. Pero cuando Mauricio ya comenzaba a deshacer el nudo en el pantalón de la piyama, Gibrán se apartó de él:
–Me gustó mucho lo de la otra noche… –dijo.
Mauricio comprendió de inmediato a qué era a lo que hacían referencia las palabras de Gibrán por lo que se dejó puesto el pantalón y tomó a éste del mentón para darle un último beso antes de dirigirse a la cama.
Gibrán se puso de espaldas a Mauricio y se apoyó con los brazos en la cama. Mauricio le bajó los shorts no sin antes embelesarse viendo unos segundos el tatuaje de cabeza de león que cubría casi toda la espalda de Gibrán y que a Mauricio le recordó al león de la MGM. Mauricio no se reprimió y fue a besar ardorosamente las fauces del león antes de comenzar a descender por la piel de Gibrán hasta que sus labios llegaran al cóccix. Cuando al fin estuvo frente a las nalgas de Gibrán la tentación fue tanta que no lo pensó dos veces y le clavó los dientes como si esa carne fuese comestible; ante esto, Gibrán se quejó y tensó los glúteos, pero de inmediato relajó los músculos y terminó soltando una delicada risa de complicidad y satisfacción:
–Inclínate un poco –ordenó Mauricio y Gibrán le hizo caso.
Mauricio tomó las nalgas de Gibrán y las separó, las manos de Gibrán se colocaron encima de las de Mauricio para separar él mismo un poco más sus propias nalgas. Mauricio se desocupó de esto, dejando que Gibrán se encargara de abrir su propio culo, y se dedicó exclusivamente a lamer de manera delicada la sima de Gibrán quien, al primer contacto que tuvo su piel pudenda con la lengua de Mauricio, tuvo un espasmo y gimió de gusto para, después, contonear su trasero rítmicamente de tal manera que fue como si la lengua de Mauricio y la sima de Gibrán fuesen una pareja de bailarines que aun sin música era capaz de ejecutar la mejor pieza de baile, un vals, tal vez.
Sin embargo, al transcurrir unos minutos de realizar esta acción reiterativa, el encanto se fracturó cuando a Mauricio le surgió una incógnita y no dudó en separarse de Gibrán, quien ya sin pena o temor de ser escuchado en toda la casa gemía estruendosamente de placer por lo bien que se la estaba pasando, para externársela:
–Y si te gusta tanto, ¿por qué no le dices a ella que te lo haga? –preguntó Mauricio mencionando a ella, es decir, a Paula, su propia hermana.
–Porque Paula no es una puta… –respondió Gibrán llanamente y sin importarle herir a Mauricio con sus palabras.
Por alguna extraña razón, cuando Mauricio escuchó lo dicho por Gibrán, su vista fue a clavarse directamente en la ventana que daba al patio de la casa y, aunque no lo pudo comprobar, le pareció ver, a través de la textura de la cortina, que no era muy gruesa, el espectro de su padre que los acechaba.

sábado, 26 de marzo de 2011

Recuento 6: Misteriosas Casualidades


*A ver, este cuento lo publiqué en mi anterior blog el 16 de marzo de 2005. Pero, creo que realmente yo tenía como quince años cuando lo escribí y participé con él en un certamen de la prepa. Me gusta demasiado. Se los obsequio ahora, espero no les resulte indiferente:

De gira turística por el interior de mi disco duro. Carpetas amarillas. Selecciono la titulada “Solitarios”, doy un clic. Un centenar de archivos: el azar. El documento número 021. Descubro éste, que sigue ahí todavía, calladito, sin hacer ruidos; lo abro. Lo leo. Y lo recuerdo. Fue éste quien motivó un posterior relato, un tanto más elaborado, de al menos cuarenta cuartillas:

Bajo por las escaleras con algo de prisa. Tic tac, tic tac, tic tac, tic tac, tic tac…

Busco el reloj en la pared del comedor: las doce y media. Entonces subo a mi habitación, el reloj del estéreo: las doce veinte. Levanto el auricular. El teléfono da línea. Marco: cero, tres, cero. Un tono, dos tonos. Me miro triste. Un espejo ovalado. Las bolsas de piel floja que sobresalen debajo de mis ojos: la hora exacta es: doce treinta pe eme. Suelto el auricular. Tic tac, tic tac, tic tac.

Busco abajo, en la cocina. Ahí está ella, sintonizando en el televisor el programa de las recetas de comidas internacionales. Ya me voy. ¿A qué horas llegas? No sé, las siete o las ocho. Salgo.

Espero el camión. Más lejos, gris metálico y de franjas onduladas aguamarinas y amarillas. Le hago la señal. Se detiene. Busco el dinero en el pantalón y subo. Dejo caer las monedas. Encuentro un lugar donde da la sombra. Me siento. Tic tac, tic tac, tic tac.

Los viajes largos me parecen tan aburridos, para hacerlos más cortos hay quienes cierran los ojos y sueñan. Yo no soy de ésos. Casi siempre llevo un libro en la mochila para leerlo y así hacer más breve el recorrido. Busco entre tantos papeles de la mochila. Libretas, libros de biología, física, matemáticas. De pronto aparece una revistilla y en la portada una niña de la calle, descalza, sentada en cuclillas y con las manos pidiendo una ayuda, y en letras grandes el título: Abuso Infantil. No recuerdo cuándo fue que me lo dieron, pero es que vivo como mi ciudad quiere que viva, deprisa. Paso unas hojas, entonces hago memoria, es un folleto de los Testigos de Jehová, quienes, como siempre, llegan a casa y hablan y hablan y hablan hasta que se les da la “cooperación”. Desde luego no hay nada fuera de lo común. El camión se detiene. Un semáforo en rojo. Tic tac, tic tac, tic tac, tic tac. Sube un hombre con guitarra en mano. Cansado, triste, crudo, bien podría decirse que hastiado por la vida, la suya, la del mundo. Canta sereno.

El recorrido continúa.

En la estación suben las personas, demasiadas. Señoras, señores, niños enmochilados, familias enteras con niños de brazos. En ese momento apareces tú como un milagro, la prueba de que Dios le pone atención a mi mundo. Cuando miro a través de la ventanilla me doy cuenta de que eres mi primera casualidad en la vida, mi primera buena suerte. Tan frágil de pie, con un halo de escarcha verde brillante que te envuelve como a un ser legendario. Entonces corres porque el camión está a punto de seguir su marcha y es el último en salir. De amarillo y mezclilla azul. Buscas un lugar vacío para ocuparlo, y el único que queda está adelante del mío. Qué ojos tan dulces de color de nuez, podría llegar a sacártelos y comérmelos sin pensarlo. Y qué labios tan jugosos como de gomas dulces de naranja. Te sientas y miro tu cuello tan delgado y en él hay un collar de piedritas blancas nacaradas que desprendería si pudiera y si tuviera la voluntad también te arrancaría la cabeza y la guardaría en el cajón de mi buró por siempre. El camino sigue y no te pierdo de vista, pienso tantas cosas tan endemoniadas. Podría arrancarme los ojos y no dudaría en pegártelos en la espalda para así seguirte a todas partes. El camión se detiene. Te bajas y te vas. Me siento tan desdichado. Tic tac, tic tac. Se desvanecen las horas.

Llego a la escuela, como siempre unos minutos tarde. Algoritmos, logaritmos, meiosis, mitosis, moléculas, átomos, fórmulas, instrucciones, la dictadura de Díaz, la buena voluntad de Juárez. Y tus ojos pintados en el horizonte, en el brillar de los ventanales. Sin dejar de pensar en ellos; en tus labios en forma de camarón también: uno arriba con las patas hacia abajo y el otro abajo con las patas para arriba. Todo ocurre tan despacio.

Me encuentro una vez más en el camión, ahora en sentido contrario. Deseo que por pura coincidencia lo tomes y está ocasión te sientes junto a mí.

La casa. Es de noche. Ya llegué. Está en la sala, leyendo una revista de modas. Ahorita bajas a cenar.

Entro a mi habitación, dejo caer la mochila, me tiendo en la cama. No hay otra cosa en mi cabeza, la escarcha verde, los ojos de virgen de bulto, el cuerpo que sube y que toma un lugar vacío, adelante de mí, tan cerca, sin tener el valor de tocarte, de pasar un dedo por tu oreja y hacerte cosquillas. Saco una libreta y entro al cuarto de baño. Y mientras me siento en el retrete y me bajo el pantalón pienso en lo que voy a escribir. Tal vez un verso.

Que noches tan efímeras.

Las once y media de la mañana. Despiértate, ya viene la muchacha a tender la cama. Sí, ya me voy a bañar.

Salgo del cuarto de baño en toalla. Ahí está la criada todavía. Se avergüenza al verme así. Con permiso joven. Sale asustada. Pienso en ti. Creo que tal vez soñé contigo.

Debo calcular todo escrupulosamente. El tiempo. Tengo que encontrarme contigo otra vez. Necesito repetir cada paso sin yerro.

Bajo por las escaleras. Las doce treinta. Arriba las doce veinte. En el teléfono: la hora exacta es: doce treinta pe eme.

Busco en la cocina, no hay nadie, encuentro entonces el recado en una servilleta. Fui al mercado con la muchacha. Escribo abajo, salgo a las siete. Subrayo.

Espero el camión. Lo veo venir. Lo tomo. Encuentro un lugar en la sombra, siento en todo mi cuerpo esa hilera de hormigas que caminan con sus patas haciéndome cosquillas. Qué hermosa casualidad.

El semáforo en rojo. Sube el hombre y comienza a tocar la guitarra cansada, aburridamente.

En la estación. Miro por la ventanilla, esperando que subas. Descarto entre tanta gente. No, esta vez no hay nadie. Triste. No sirvió de nada que me afeitara el rostro, que me pusiera colonia, la camisa nueva. Esta vez perdí. Tic tac. Pero… ahí estás, le das un golpe al camión para hacerlo pararse. Apareces a un costado, saliste de la nada como un duende lleno de magia. Corres deprisa y no hay de otra, el chofer cede y desacelera y se detiene. Subes. De blanco, un busto romano de mármol. Un angelito de azúcar. Un desnudo que ha pintado Goya post mortem. Una maja vestida a la moda, un majo. No dejas por nada la mezclilla, ¿verdad? Buscas un asiento. El único está enfrente de mí. Tómalo y dame permiso para tomarte. Devoción.

Tic tac, tic tac, tic tac. Maldito fin de semana. Prolongado.

Ya es lunes. Planeo todo de nuevo con suma calma. Los relojes, la sincronía. Recreo todo paso tras paso como en los días anteriores. Tic tac, tic tac. La despedida. El camión. El semáforo en rojo. No sube el cantante. Dejo que pase así. La estación. Tic tac, tic tac. No apareces, no estás. No hay sombras. Tic tac. Pero, es únicamente un día, al día siguiente sí llegarás, no podrás fallarme.

La escuela lenta, pero aburrida. Debería dormir por más tiempo. El maestro se enfada cuando no respondo una pregunta. Y otro me sorprende escribiendo un poema y dibujando tu rostro a lápiz. Tus ojos de nuez. Tic tac, tic tac, tic tac.

El martes. El mismo proceso. La misma obsesión. No obstante todo, continúas sin presentarte a la cita pactada. No siento tanta paranoia, pero empiezo a creer que las casualidades no existen y mucho menos si son premeditadas. Tic tac, tic tac, tic tac, tic tac.

Me advierten en la escuela sobre mis retrasos. Llevo días en que me he comportado de manera extraña. Y el viernes hay examen. Tic tac.

Miércoles y jueves. No concibo. No acepto. No estoy de acuerdo con que tú sigas sin presentarte. ¿Por qué? Es injusto. Es la primera vez que me apasiono tanto. Es la única vez que he sentido tanto amor. Necesito verte, aunque sea la última vez. Tus labios. Tus cabellos. Tus ojos. Tus piernas azules.

No le hablo a nadie en la escuela. No puedo ver a nadie. Estoy muerto. Me oculto en la biblioteca y enloquezco. Busco en un diccionario un adjetivo que sea perfecto para ti. Apenas voy en la letra a. Tan triste. Tic tac.

Ya para el viernes pierdo toda esperanza de verte. Tomo el camión más tarde de lo habitual. No hay semáforo en rojo. No hay cantantes ni guitarras. No hay aglomeraciones en la estación.

Había olvidado el examen. El maestro no. La verdad es que es muy difícil. Conceptos. Juicios. Discernimientos, más o menos. No tiene sentido. No tiene importancia. No hay vida sin ese par de ojos. Tic tac.

El examen en blanco. Salgo del aula.

Voy en el camión. Serán acaso las seis menos diez. Paso la iglesia. Me persigno. La noche púrpura. Tic tac, tic tac, tic tac, tic tac. ¿Serán visiones? ¿Será un milagro? ¿La presencia divina? Apareces. Cuando hay un semáforo en rojo. Apareces únicamente para darme el último zarpazo. Junto a él. Tic tac, tic tac, tic tac. Mi corazón late. Tan acelerado. Pero no hay lugar para que estén juntos. Te sientas adelante y él atrás. Y más atrás estoy yo, mordiéndome los labios y apretando los dientes. Si pudiera, si debiera, te reclamaría. Tic tac, tic tac, tic tac.

Sin embargo, es imposible enfadarse contigo. Nunca te había visto de rojo. Eres la cosa más perfecta que jamás haya tenido tan de cerca. El perfil. La profusión de tus labios. La finura de los dedos. Tic tac, tic tac, tic tac. Lágrimas.

Hablas con tu compañero. Pero no alcanzo a escuchar tu voz. Maldita ciudad imperfecta. Estoy seguro que es muy suave. Muy diferente a la mía. Incapaz de ser mía. ¿Por qué será que no te das cuenta que estoy ahí? ¿Seré acaso invisible? Tic tac.

Veo claramente como te vas durmiendo. Te vas perdiendo en el cristal de la ventanilla y tu compañero te roza el cabello. Duerme así, sobre tus manos.

Y yo te imagino en mi cama y yo a un lado de ti. Abrazando tu cuerpo de estatua. Y susurrándote cosas al oído. Probando tus labios y tocando tu piel para saber si es real o si sabe a leche tibia. Tic tac.

No me doy cuenta. El camión casi llega a la última parada. Me pongo de pie. Timbro. Pero tú también y él, desde luego. No me miras. Tic tac.

Ambos descendemos a la tierra ruidosa. Yo por detrás, tú y él por delante. Tic tac. Me hago el despistado. Espero un poco hasta que te alejas de mí. Tal vez pueda seguirte sin que me notes. Tic tac. Pienso tantas cosas. Pero es que si te sigo y me doy cuenta de que no eres como yo creía, como te he idealizado. No podría vivir así. Tic tac. Las casualidades son tan injustas. Debo dejar que te vayas. Y, de hecho, lo haces sin solicitar mi consentimiento. Me alejo. Tic tac. Te alejas. Tic tac. Volteo hacia atrás. Tic tac. Ahí vas, de rojo. Tic tac. Tan débil e inocente, junto a él. Tic tac. Como fruta prohibida. Tic tac. Lágrimas.

Misteriosas son las casualidades. Pienso que tal vez fuiste una casualidad que no me correspondía. Y yo traté de que me correspondieras. Pero es que nadie puede resistirse a algo tan sublime. Tic tac. Lágrimas.

Ya recordé el título, y todavía me sigue gustando.

sábado, 19 de marzo de 2011

Recuento 5: ¿En cuánto me dejas un beso?

No quería despertar del sueño. El clima en él, la irrealidad en él eran demasiado agradables y lo que estaba llevándose a cabo todavía mejor. El lugar era una suerte de casa antigua y de campo, serían algo así como las 6 o 7 P.M., ese momento justo del día en el que no se sabe con exactitud si ha concluido la tarde o ha iniciado la noche. Sin moverme de mi sitio, entré a la casa y lo único que recuerdo haber visto fue una chimenea llena de ceniza y viejos leños quemados, ningún mueble ni adorno a excepción de un cuadro colgado en la pared sobre la chimenea. La imagen era de Katy Jurado, pero no anciana como en El Evangelio De Las Maravillas de Ripstein o, si se quiere, como apareció en la telenovela de Te Sigo Amando. En el cuadro, en ese momento, era joven y bella, más joven que bella pues Katy nunca fue de facciones finas y, sin embargo, sus ojos, y la mirada en ellos podían llegar a sentirse tan fulminantes como el disparo de un revólver dirigido al corazón.

La sensación era de que ahí, además de mí, había alguien más. Volteé hacia atrás, pero no encontré nada. Volví a ver el cuadro y por medio de su reflejo en el cristal descubrí la sombra de ese alguien que estaba atrás de mí. De pronto, sentí que alguien me abrazaba por la espalda -me abrasaba, literalmente-. Las manos se instalaron, cada una, en mis pectorales, para que luego los dedos localizaran las tetillas y comenzaran a estimularlas hasta el punto de erguirlas. De mi parte no hubo intención de resistirme, flojito y cooperando. Entonces, sentí la humedad cálida de su lengua que jugaba con el lóbulo de mi oreja izquierda y en susurro me dijo: te me antojaste desde la primera vez que te vi, así me gustan, altos, blanquitos y güeritos. Y no, en el sueño este piropo confesado no hizo que me temblaran las piernas. Decidido, me di la vuelta, pero ya no había nadie, fue como si se tratara de un fantasma burlón y malicioso que le encontrara diversión al hecho de abandonarme cuando más excitado estaba. Y, para rematar, un asunto sobrenatural más: el sonido fuerte del cuadro desprendiéndose de la pared y del cristal estallando en el piso, me dejó más que impávido. Seguramente y también sufrí un espasmo en la cama. Pero el fantasma, el ser invisible, hizo una segunda aparición. Sin verle, sin localizarle, sentí la presión de sus labios sobre los míos y de nuevo su lengua haciendo de las suyas para tratar de que abriera la boca. Sin verlos, pude definir que los suyos eran unos labios delgados, el inferior más grueso que el superior, de tal manera que embonaban perfectamente con los míos -alguna vez me dijeron que mi labio superior era algo así como un gajo de naranja-. El arrebato del beso hizo que la temperatura de mi cuerpo se elevara a tal punto que sentí ardor en mis mejillas. Las lenguas de ambos no dejaban de moverse, de indagar cada una los rincones de la boca ajena; su dentadura chocaba con la mía, su saliva se fundía con la mía. Entonces, sentí como si sus manos invisibles estuvieran descendiendo hacia la zona inguinal. Y cuando todo era inmejorable, alguien se atrevió a sonar a la puerta: ¿No te vas a levantar?, me dijeron. Maldije el despertar a la realidad matutina mientras me remojaba los labios con la lengua como acostumbro hacerlo luego de haber besado a alguien.
En muchoas años no había tenido un sueño tan vívido como el que he descrito anteriormente. Es más, casi nunca recuerdo lo que sueño y mucho menos se vuelve durante el día en algo en lo que no puedo dejar de pensar: hay ocasiones en las que me da por observar los labios de las personas y juzgar si son buenos o malos besadores, los de ese joven que recién ha entrado a trabajar en la oficina, por ejemplo: el que posea unos labios casi inexistentes no significa que sea un besador sin habilidades: la última vez que besé a alguien de labios gordos, hinchados, jugosos hasta cierto punto me llevé la decepción de mi vida porque era como si estuviese repitiendo aquella práctica infantil con la que se nos decía aprenderíamos a ser buenos besadores de grandes y que consistía en tomar el dorso de nuestra mano por la boca de alguien más y comenzábamos a besarlo, a chuparlo, a llenarlo de babas hasta dejarlo enrojecido... Este seguir hablando del acto de besar incrementa mi necesidad de hacerlo de inmediato.
Al salir del trabajo le mande un mensaje a Ryan: "T spero en ksa m urge bsarte =)". Iba manejando, pero no pasaron ni cinco minutos cuando el celular comenzó a vibrar, Ryan me respondió: "no puedo s cumple d mi sposa y si la djo sola m larga y no m dja ver los ninos =(". Puta madre, maldije y arrojé el teléfono al asiento del copiloto. Y justo en ese momento, vi que estaba pasando cerca de un lugar que creí que ya no existía...
55 pesos en la entrada. Un anciano que cojeaba cortó el boleto y me regresó la mitad: hice la suma de la cifra, pero el resultado no fue suficiente como para poder intercambiarlo por un beso -este era un juego que solía hacer en la prepa-. Podía entrar a la sala por cualquiera de las tres cortinas guindas y de terciopelo que había. Elegí la de la izquierda, será porque soy zurdo. Tras descubrir la cortina, ascendí por un breve pasillo inclinado y en penumbra. Nada se veía salvo la enorme pantalla al frente: un apuesto y rudo oficial que llevaba la insignia nazi en el brazo, aunque hablaba en italiano, tenía a una mujer rubia arrodillada frente a él, ella estaba totalmente desnuda y le suplicaba al oficial, esto lo leí en los subtítulos: muéstremela, oficial, déjeme comerle la pija. El oficial quitó el gesto de pocos amigos y se bajó la cremallera para mostrar un miembro que era como un rollo de galletas Marías que tenía en la punta un glande rojo y carnoso como una fresa de gran tamaño que poco a poco comenzó a lengüetear y a engullir la mujer placenteramente.
Y apenas mis ojos se acostumbraban a la oscuridad, así como mi olfato a la hediondez de humores seminales en ese sitio, cuando percibí que alguien pasó junto a mí y se detuvo, su fragancia de mujer superó todo aroma. Cerré y apreté los ojos con fuerza para ver si así conseguía ver de una vez por todas. Al abrir los ojos vi que tenía junto a mí a una vestida que me clavaba su mirada como si creyera que yo accedería a algún tipo de proposición que ella me hiciera con los puros ojos. Me moví de lugar rápidamente.
Avancé hasta llegar a una especie de barda que me llegaba al pecho y me recargué sobre ella. La barda era el final de por lo menos unas ochenta butacas que se hallaban casi todas desocupadas, no había más de quince espectadores sentados. Me dí cuenta de que, como aves rapaces, había cuatro vestidas que hacían sus rondines por la sala buscando clientes, todas, portando ropa entallada y diminuta, zapatos altos de plataforma, cabelleras largas, maquillaje y perfume en exceso, de proporciones femeninas y, sin embargo, algo en ellas indicaba que ocultaban un ser masculino. Mientras hacía la revisión anterior, una de ellas, robusta, se puso a mi derecha, se acercó a mí y me dijo en voz baja: guapo, ¿me quieres chupar las tetas? Y con la luz azul que proporcionaba su teléfono celular iluminó un par de pechos gordos que si tuvieran la posibilidad amamantarían a un neonato. Yo sonreí tímidamente y negué con la cabeza: Mmmm..., dijo ella, tan varonil que te ves y te gusta mamar verga... Ella continuó su rondín y yo me dirigí al extremo derecho de la barda. Me dispuse a tratar de ver la película en la que el oficial nazi sodomizaba a la mujer quien con cada embestida del hombre emitía un grito agudo. Cuando menos me lo esperaba, volteé a ver lo que sucedía a la perfiera y sólo para descubrir que de la nada ya me veía rodeado: a la derecha por un joven enmochilado que estaba recargado sobre la pared; hacia atrás, sobre los escalones que conducían a una segunda planta de la sala de cine, por un hombre de baja estatura y complexión gruesa; a mi izquierda había un joven que como yo también se apoyaba en la barda y descaradamente traía su blando miembro de fuera y lo jugueteaba con sus manos para volverlo turgente. Cuando este último me ofreció su sexo que ya comenzaba a despertar, me moví de lugar una vez más y tomé asiento lo más lejos posible de esa jauría que me hacía sentir, aunque admito que un poco halagado, como si fuera también algo así como la carne fresca del día.
Ya ocupando una butaca, cerca del pasillo que en turnos era pisado por las cuatro vestidas, me dí cuenta de que a dos filas adelante de la mía había sólo un espectador más. La vestida que me mostró sus pechos antes, pasó y me reconoció por lo que se siguió de largo hasta llegar con ese espectador que yo había identificado. Cruzaron palabras que no pude escuchar porque en la pantalla los gritos de la mujer cuando era penetrada vaginalmente y lo que el oficial nazi pronunciaba en italiano no me lo permitieron. Ese espectador de dos filas adelante se levantó y caminó por el pasillo: era un joven moreno en exceso, de 19 0 20 años, su complexión era delgada pero hasta cierto punto atlética, llevaba el pelo casi a rape, traía un bigote simpático y un arete en el oído derecho, sus ropas eran ajustadas aunque no de muy buena calidad y sus labios no eran algo extraordinario. El joven comprendió que lo examinaba y me habló: estos pinches batos no te dejan en paz cuando vienes aquí, ¿vedá? Yo no le respondí, me limité a sonreír cortésmente. El joven, sin invitación ni pena, ocupó la butaca que estaba a un lado mío y comenzó a sacarme plática en voz alta mientras que yo procuraba guardar silencio:
-Estos pinches batos que se creen viejas, no mames...
-Pues si a ellos les gusta...
-Neee, la otra vez no me podía quitar a uno de esos pinches weyes de encima, me siguió por todo el puto cine hasta que le dí un putazo y lo tumbé.
-No a la violencia, amigo.
-(se ríe) ¿Es la primera vez que vienes al cine?
-No, pero tenía mucho sin venir.
-Yo casi todos los viernes, cuando no hay jale, me echo una vuelta por aquí.
-Ah... (el joven me extendió su mano)
-Me llamo Luis.
-Hola, Luis. (no lo quise saludar de mano)
-Ah, ¿me vas a dejar con la mano tirante? Wey, no seas cabra. (me reí y estreché su mano) ¿Y no me vas a decir como te llamas?
-(le mentí) Luis, también.
-Ah, no mames, somos tocayos. (hubo un silencio no muy prolongado y yo quise levantarme, pero él volvió a hablar) No te vayas, Güicho.
-(sonreí) No, me estoy acomodando en la butaca.
-Y ¿qué onda? ¿Qué hacemos?
-¿Que hacemos de qué?
-Te la mamo, me coges; me la mamas, te cojo. Lo que tú quieras. (en ese momento pasó una vestida y al vernos conversar tan juntos nos dijo putos)
-No somos putos, ¡pinche monstruo! (Luis se defendió)
-Shhhhh... (Luis me miró con su rostro de casi niño entusiasmado cuando le celebran por haber hecho alguna gracejada) ¿Y dónde quieres que hagamos todo eso que dices?
-Donde quieras, Güicho.
-Pues mámamela aquí. (le dije y comencé a desabrocharme el cinturón)
-Cobro 70 por mamarla, pero como estás bien bueno, te dejo la mamada en 50.
-(me reí) ¿Y si yo te la mamo?
-(él se rió y se rascó la cabeza) Te cobro 50, Güicho.
-Ah, ¿yo te la mamo y tú me cobras? (Luis no dijo nada) Y por cogerte, ¿en cuánto me sale?
-100 varos, pero no traigo condones, ¿tú traes?
-No, tampoco, yo no venía preparado para "eso"
-Todos vienen aquí a "eso". Fíjate como entran de 2 batos al baño (a un lado de la pantalla estaba el baño, cubierto por una cortina similar a la que ya había traspasado para entrar a la sala de cine, según Luis era el lugar idóneo para concretar encuentros sexuales fortuitos) Ahí cogen todos los batos...
-Yo no venía a "eso".
-Entonces, ¿a qué, a ver las pinches películas? Las películas están bien ojetes y bien rucas, están mejor las de internet, las "amateurs".
-Amateurs (corregí su pronunciación).
-¿Amateurs? (dijo él con extrañeza)
-Vine aquí por un sueño.
-(él se rió) Este bato está bien chisqueado.
-En el sueño alguien me besaba bien sabroso y como hoy no tengo a quien besar vine aquí a ver si consigo que se cumpla mi sueño.
-(se rió) A mí no me mires, mi amá me tiene prohibido que bese a los clientes.
-¿Tu mamá sabe que tú...?
-Sí, ella es la que me manda a venir aquí, me dice, de "eso" y nada, pues "eso".
-Inteligente tu mamá.
-Sí, pero, entonces qué, ¿te la mamo en 50 varos? Ándale, Güicho, para hacer la cruz.
-¿En cuánto me dejas un beso sabroso como el que soñé?
-No, Güicho, no me gusta besar a los batos.
-Wey, les mamas la verga, dejas que te cojan, ¿pero no te gusta besar a otro wey?
-Neee, besar a otro bato es de maricones...
-Si tú dices...
-¿Entonces no se arma nada? (de la cartera saqué un billete y se lo mostré)
-200 pesos por un piquito, así, levecito.
-200 bolas... pero no me vas a meter la lengua ni nada, ¿vedá?
-(me reí) No, hombre, no meto la lengua.
-Bueno, pero déjame te agarro la cara.
-¿Para qué?
-Para ver si estás rasposo. (Luis pasó su mano por mis mejillas, el mentón y por encima del labio superior, cuando terminó me dijo) No mames, Güicho, andas bien rasposo, va a ser como si estuviera besando a otro bato.
-(me reí) No, hombre, tú nomás cierra los ojos y para las trompas.
-Va, pero dame los 200 varos antes. (le dí el dinero y él se los guardó en el bolsillo del pantalón. Nunca en la vida había besado a alguien más joven que yo, siempre he tenido preferencia por personas que me superan en edad, alguna vez, cuando yo tenía más o menos la edad de Luis me aferré con alguien de 40 y que sólo me veía como una distracción para los fines de semana, es verdad que con los años se quita lo pendejo, al menos en mi caso) Ya estás, Güicho. Puta madre, nunca he besado a un bato (dijo Luis y yo me reí)
-Espero que no te enamores de mí... (le advertí) Porque las personas siempre se enamoran de mí con mis besos...
-Vedá...
-Bueno, cierra los ojos y para las trompas (cumplió al pie de la letra la orden y la cara que puso me dio mucha risa. Fui acercándome a su rostro y justo antes de que mis labios tocaran los suyos, cerré los ojos)
Entonces, alguien tocó a la puerta y dijo: ¿No te vas a levantar?

¡Puta madre!, maldije.