viernes, 7 de octubre de 2011

Recuento 12: Allá en el cielo

Esta era una pequeña casa que parecía de juguete o como si se tratara de una de aquellas en las que uno de los tres cochinitos del cuento vivía, específicamente la segunda, que era de madera y que terminaría por derribar el lobo feroz solamente con sus soplidos. Es decir, que la vivienda era sumamente pequeña: cocina, alcoba, baño, sala de estar, todo se había adecuado en una sola habitación de dimensiones escasas y sin divisiones entra cada una de las piezas, tal vez si hubieran colocado sábanas colgantes que sirvieran para distinguir un espacio de otro se hallaría un poco más de organización al interior del paupérrimo domicilio. Eran algo así como pasadas las diez de la noche, el único foco en el techo proporcionaba una luz no muy adecuada y en la casa estaban el hijo, sentado a la mesa frente a un pequeño televisor a blanco y negro donde se transmitía uno de esos programas a los que se ve no porque resulten entretenidos sino porque ya es una cuestión orgánica hacerlo y aunque exista el rechazo al mismo tiempo el cuerpo exige acudir a diario a la cita con ese programa repetitivo, sin gracia y hasta cierto punto patético que no deja algo provechoso a nadie exceptuando la resaca moral así como también las insoportables ganas de volver a verlo al siguiente día cuando ya se ha caído bajo su influjo hipnótico. La madre, con tranquilidad, a un lado del hijo, planchaba camisas al marido y las que ya dejaba sin una sola arruga las iba colgando en los respaldos de las dos sillas disponibles de la mesa, todo lo hacía en silencio. El padre, que venía de trabajar, no tardó mucho tiempo en entrar por la única puerta de la casa, en ese mismo instante el conductor del programa de televisión mandó a un corte comercial por lo que el niño depositó toda la atención en las palabras intercambiadas por sus progenitores. Tan pronto cerró la puerta, la mujer recibió a su esposo diciéndole que no había agua, como en un reflejo automático. ¿Nos la cortaron otra vez?, pero estoy seguro que pagué el recibo, dijo él. No, digo que los garrafones están secos, dijo ella sin levantar la cabeza cuando rociaba el cuello de la camisa que planchaba con almidón. ¡Puta madre!, maldijo él, dio unos pasos y cerca a donde se hallaban en un mismo sitio compartido la pequeña estufa, la cama individual y el inodoro recogió los garrafones vacíos y volvió a la puerta. No te tardes porque se te va a enfriar la cena, le dijo ella, esta vez viéndolo a los ojos, sonriéndole cuando el esposo abría la puerta para salir y él reaccionó sacudiendo la cabeza, sonriéndole a su vez a su mujer a quien extrañamente no le preguntó qué le había preparado para cenar esa noche. ¿Voy contigo?, preguntó el hijo. ¿Y qué a ti no te da miedo la noche?, le dijo su madre, el padre seguía en el marco de la puerta abierta sin partir aún. A veces sí y a veces no, dijo el niño. No, no, no, no, tú no vas a ningún lado, dijo la madre y el padre terminó saliendo de la casa. El hijo dejó la silla y fue a pararse encima del sillón y al asomarse por la única ventana que había en la casa, luego de mover un poco la cortina, vio desde ahí como su padre caminaba por la calle llevando un garrafón por brazo, pero de pronto esa figura que conforme se alejaba se hacía pequeña dejó de volverse el foco de su atención y ahora el niño se sentía fascinado por la luz ambarina en la punta del poste que tenía de frente y que acabaría cegándolo luego de mantener fija la mirada un minuto, o quizás más, y a causa de esto tuvo que cerrar los ojos, al abrirlos quiso de nueva cuenta continuar el escrutinio de la luz hasta conseguir cegarse cuando le encontró diversión a esta mala acción, sin embargo un poco más arriba se encontró con un espectáculo que le llamó aún más la atención que la potente luz en la punta del poste. Mamá, mira lo que hay en el cielo, le dijo a su madre con mucha emoción. ¿Qué es?, preguntó ella un tanto aburrida. Ven, le pidió el hijo. La madre dejó la ropa y la plancha y se arrimó a la ventana, se sentó en el sillón y al levantar ahora ella la cortina completamente observó que el cielo se hallaba poblado por misteriosos aviones oscuros que no producían ninguna clase de estridencia al sobrevolarlo. Desconcertada, la madre se puso de rodillas sobre el sillón para ver mejor lo que estaba sucediendo allá arriba, lo primero que hizo fue enumerarlos, siete, dijo ella en voz muy baja, bueno, pensó, siempre ha sido de buena suerte. ¿Qué hacen, qué buscan?, interrogó el niño a su madre sin dejar de ver como las aeronaves, sin encontrarle algún tipo de orden a sus desplazamientos en el vasto firmamento negro, desprendían luces que desde la situación de la madre y su hijo se veían como enormes luciérnagas o estrellas fugaces. Pues vuelan, respondió la madre, pero no sé qué busquen. ¿Nos van a matar?, preguntó el niño. ¿Por qué dices eso?, devolvió la pregunta la madre. Eso van a hacer…, dijo el niño muy seguro de sus palabras. Pero, cómo…, y sin terminar de formular la pregunta, se escuchó el estallido de un bomba. Cerca de las montañas, muy lejos de su domicilio, la madre y el hijo vieron como se incendiaba un punto en esa zona cuando uno de los aviones liberó de su vientre y dejó caer una bomba desde las alturas. Los hechos dieron validez, certeza a lo que había dicho su hijo a quien ahora la madre, temblorosa, le había pasado un brazo por la espalda, el pequeño no demostraba tener alguna clase de miedo a lo que estaba sucediendo, en cambio ella sí. Entonces, ambos contemplaron consecutivamente ese espectáculo irreal y que parecía haber sido extraído de una película de corte bélico, de Apocalypse Now posiblemente o de Black Hawk Down cintas en las que los vehículos aéreos y sus ataques son primordiales para el argumento. En este caso, los aviones, pequeños pero sin llegar a ser avionetas, como pterodáctilos de la prehistoria iban desovando en su paso por el cielo bombas que caían en lugares elegidos al azar, aparentemente, algunos muy cercanos a la pequeña casa desde la que la madre y su hijo observaban patidifusos y con incredulidad a través de la ventana lo que inmisericordemente hacían las naves, y sentían los estallidos, así como las sacudidas de la tierra, fortísimos, y atestiguaban los incendios que ocasionaban, temibles, anaranjados, rojos, en tonos vivos y luminosos más aún que la potente luz ambarina del poste que estaba al cruzar la calle y que hacía poco llamara la atención del hijo hasta subyugarlo y cegarlo. Hijo…, llamó la madre al niño, viéndolo a los ojos mientras el ataque estaba llevándose a cabo, no, nada…, terminó de decir como si lo que tenía pensado hacerle saber decidiera no hacerlo al dar por hecho que el niño, un perfecto sabelotodo, ya lo conocía de antemano. ¿También a mi papá lo van a matar?, preguntó el niño. Esperemos que sí, para estar todos juntos… allá en el cielo, le respondió la madre alzando las cejas e indicando con los ojos hacia arriba. Pero entonces súbitamente los aviones dejaron de lanzar bombas y así como llegaron, partieron. Como si a los tripulantes de las naves les hubiera sido hecho un llamado donde les dejaran claro que todo había sido un error, un mal cálculo de latitudes, una orden que no debió haber sido dada, un ataque que no era en esa zona sino en otra. Y así es que cesó la guerra ante ellos, que eran opositores pasivos, pero de todos modos el daño ya se había realizado, la calamidad que los siete pequeños y diestros aviones dejaron a su paso en poco más de cinco minutos se atestiguaba en el fuego, en el humo, la destrucción de puntos dispersos que iban desde la montaña distante hasta la avenida que estaba a varias cuadras de su pequeña, humilde casa. La madre y el hijo observaron que tan pronto el cielo quedó vacío de aeronaves los habitantes de las casas vecinas comenzaron a salir y a comentar entre todos ese evento caótico e imprevisto que parecía del juicio final, pero ni ella ni el niño salieron de su  hogar y siguieron apoltronados en el mismo sillón, ella aferrándose a la espalda de su hijo como de un crucifijo, atemorizada todavía. En muy pocos minutos llegó el padre. ¿Qué creen?, preguntó él cuando asomó la cabeza al interior de la casa. ¿Qué te pasó, estás bien?, preguntó sobresaltada su esposa, el niño sujetó fuertemente la mano de su madre. Algo muy malo, terrible, dijo el padre. Ya, hombre, di qué fue, replicó la madre, levantándose del sillón. El lugar para llenar los garrafones estaba cerrado, dijo el padre, estamos sin una sola gota de agua para beber. Si en vez de bombas nos lloviera agua, dijo la madre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario