martes, 11 de junio de 2013

Recuento 18: 18


Ahí estábamos tú y yo, al interior de una casa no muy grande que me resultaba familiar pero en la que antes jamás habíamos estado, juntos al menos. Era en la habitación del fondo: desde la ventana abierta que daba hacia el patio podían verse los tendederos y cuatro macetones equidistantes colocados contra la pared colindante con la casa de atrás y en cada una de ellos había sembrados tupidos geranios que ofrecían flores todas tan rojas y grandes que parecían artificiales, hechas de terciopelo, casi como una imitación de las que hay en la realidad, aunque esto no puedo aseverarlo o desmentirlo puesto que no llegué a tocar su textura. A través de esa ventana los rayos blancos del sol penetraban hacia el interior iluminándote directamente ya que estabas sentado en un sillón de cuero negro junto a la ventana haciendo algo que no recuerdo, tenías la vista gacha, quizás leías un libro, es lo más seguro, aunque no vi que en tu regazo hubiera alguno; yo, desde el extremo más cercano al umbral del cuarto, estaba sentado sobre el suelo y con la espalda recargada en las puertas del closet, te contemplaba, con el detenimiento de quien estudia una escultura de mármol cincelada a la perfección por Praxíteles. Era la primera vez que te tenía tan cerca de mí con la opción viable de acercarme más y al fin poder sentir con la yema de los dedos tu cutis que ya se encargaba de tocar con esos dedos invisibles pero cálidos los rayos solares haciendo que tu rostro se viera pálido, casi tan blanco como el mío y tu revuelta cabellera trigueña dorada por ese mismo efecto semejante a la sobreexposición de un retrato. Temí en algún momento que se nublara mi vista y que sobreviniera un mareo al ver tu efigie recortada por el luminoso marco de la ventana, que me sumiera en la oscuridad de la pérdida del conocimiento que ocurre cuando se está frente a una obra de arte perfecta: síndrome de Stendhal le dicen. Sin embargo, al comenzar lentamente a gatear hasta llegar a tus pies esto no sucedió. Era también como si no notaras mi presencia, tu vista gacha permanecía imperturbable; entonces, me atreví a deslizar mi mano por tu pierna pero seguías inmutable cual modelo en clase de pintura al que se le prohibe moverse un milímetro de la postura que se le ha ordenado que mantenga. Es tal vez porque lleva jeans que no siente mi tacto, pensé y subí hasta la rodilla, pero ahora sí tu mano se posó sobre la mía para detener ese ascenso paulatino que amenazaba con terminar en tu entrepierna. Desde tu situación, muy por encima de la mía, recuerda que yo estaba en el suelo reptando como iguana, me viste a la cara y sonreíste, hasta entonces suponía que en realidad yo era un ser fantasmal y por ende mi tacto y presencia pasaban desapercibidos por ti. Me enfoqué no en la risa dibujada en tus labios sino en la que había en tus ojos y cejas y te respondí con el mismo gesto de felicidad. ¿Qué haces?, me preguntaste manteniendo la sonrisa, pero con el ceño fruncido denotando extrañeza. Sin saber qué responder con palabras, decidí incorporarme, sin erguir del todo la espalda puesto que me detuve hasta conseguir la misma altura del sillón en el que estabas sentado, me moví hacia adelante hasta que a tu rostro y al mío no los separase nada, entonces como un milagro ocurrió un beso que no fue premeditado, puse mis manos sobre tus mejillas, luego las llevé a tu cuello en la parte donde pude palpar las protuberancias de tus vértebras cervicales al tiempo que pude percibir la suavidad de las puntas de tu cabello largo, bajé luego a tus hombros, sólo para de nuevo volver a colocarlas sobre tu cara mientras te besaba con una agresividad correspondiente a las ansias que llevaba guardando no sé desde cuándo y salían con propulsión en ese instante como el vapor hirviente de una olla en la que se cuece carne a presión al abrir un poco su válvula. Introduje mi mano por debajo de tu playera, era una playera azul oscuro con unas partes un poco desteñidas, tú no hacías ningún movimiento, te dejabas hacer sin protestar, con mi mano busqué y encontré tus tetillas, ambas estaban erguidas, levanté entonces tu playera y me encorvé un poco más hasta quedar en la posición más adecuada para poder lamer sin incomodidad tu tetilla izquierda. Entonces, mientras lo hacía, sentí cuando colocaste tus manos en la parte posterior de mi cabeza y digitabas de manera peculiar, como un ciego que lee en sistema braille. Fue inevitable mi erección al sentir esa primera caricia amable tuya, ese interés recíproco que confirmó las sospechas del fuerte deseo compartido por ambos y que ahí pude constatar. Entonces algo dijiste, pero mi sentido del oído no estaba tan atento cuando ya sin pudor me había puesto en cuclillas, había bajado el zipper de mis jeans y sobreexcitado rozaba mi erección, que aún era contenida en mis boxers, contra el hueso de tu espinilla mientras seguía lamiendo la piel suave y salada de tu pecho y me disponía a pasar a tu otra tetilla. Me detuve y alcé la mirada, te pregunté qué habías dicho. Sólo hace falta la música de The Strokes, pronunciaste. Yo te sonreí porque recordé nuestras largas conversaciones de madrugada que hemos mantenido durante un par de meses, quizás más, en las que tarde o temprano aparece como tema recurrente y añorado la realización de nuestro encuentro ideal. En una noche lluviosa, en una habitación vacía a excepción de una tele, un platón de palomitas de maíz y vino tinto helado, en tú y yo sentados sobre el suelo sin más ropa que nuestros boxers y en la discografía de The Strokes como banda sonora. En todo esto pensaba cuando un ding dong inesperado se escuchó y a ambos nos hizo detener repentinamente lo que hacíamos con tanta pasión y enfocar ahora nuestras miradas en la puerta principal que desde donde estábamos alcanzábamos a ver en diagonal. Me incorporé, subí el zipper de mis jeans y me acomodé bien la verga metiendo mi mano en los boxers, me cercioré de que la erección no se notara mientras caminaba hacia la puerta. El ding dong volvió a sonar y abrí la puerta. Frente a mí, terroríficamente, me encontré a mí mismo. Hasta este momento pensé que yo había sido el protagonista de esta historia, pero al momento de abrir la puerta y ver a ese hombre que no sólo se parecía mucho a mí sino que en efecto era yo, me volví presa de la incertidumbre, ¿cómo era posible que dos personas pudieran encontrarse y aun estar en el mismo lugar al mismo tiempo? ¿Era esto una broma? Pero mi otro yo no me dio espacio para pensar en ninguna hipótesis o posible respuesta, me abrazó sonriente, aborrecí el hecho de sentir sus brazos rodeándome. Y al oído me dijo: feliz cumpleaños, primo, ya eres legal. No hice mucho caso a lo que dijo. Él pasó de mí y entró a la casa sin siquiera permitirme que le dijera si podía o no hacerlo. Llevaba lentes graduados, playera y gorra roja, jeans azules de mezclilla, poseía mi estatura y complexión así como el mismo tono de piel: pálida como papiro. Cerré la puerta y me quedé de pie un instante como estatua, hacía falta ahí, en la sala, un espejo para que me dijera la verdad de quién era yo. ¿No ha llegado nadie?, me preguntó cuando ya estaba en la cocina, buscaba en el refri algo porque vi la iluminación que aparece cuando alguien abre la puerta de uno. No, le respondí, nadie. No mames, me dijo, ya van a ser las nueve. Yo tenía entendido por los rayos del sol en la escena de la habitación que era de día, mejor dicho que no pasaban de las diez de la mañana y ahora venía yo mismo, él, a contradecirme y asegurar que ya era de noche. Caminó hasta encontrarme, traía una xxlager descorchada en la mano, le dio un largo trago y se excusó al terminar, perdón, dijo, aún no hemos brindado por tus 18. ¿18 años, 18 años yo?, incrédulo me pregunté en silencio cuando oí lo que mi otro yo me dijo. Fue entonces cuando intenté atar los cabos sueltos, darle un sentido a la historia: frente a mí tenía a mi verdadero yo, el que tiene 28 años y con el que has conversado durante tantas noches entre otras cosas sobre cine, algo de literatura y mucho de la vida y el que en ocasiones se pone celoso cuando cree que no le hablas porque hay alguien más que se merece toda tu atención antes que él o se enfada cuando se siente invisible para ti; y caí en cuenta de que entonces yo, el que está narrando esto, en esa historia, en ese momento excepcional en el que conseguimos zafarnos y burlar el rigor de Cronos era una ilusión, una invención mental de él pero de la que tal parece que no tenía conocimiento alguno, para él yo no era él sino un primo al que venía a felicitar por su cumpleaños número dieciocho. Hey, me dijo sacándome de mi ensimismamiento, vamos a tu cuarto. Ambos caminamos y llegamos, ahí estabas tú. En la misma posición en que te había dejado. Mi primo, es decir, yo, te saludó con un qué onda que sonó impersonal. Luego me reclamó por haberle dicho que no había llegado nadie. No supe qué contestar y tú nos sonreíste a ambos para luego decir que él y yo nos parecíamos mucho, pero como con unos 10 años de diferencia. Me sonrojé, una vez más no supe qué decir. Él dijo que sí nos parecíamos pero no tanto y luego tomó el control de la tele y la prendió. Se puso a cambiar una y otra vez de canal sin encontrar algo por lo que valiera la pena detener el zapping. ¿Cómo te llamas?, le preguntaste mientras él le daba un trago a la xxlager y seguía cambiando de canal. Para esto yo sentí como si hubiera poco a poco desaparecido de la habitación, me había vuelto una sombra más entre las muchas, sólo ustedes dos estaban ahí y yo era algo así como un testigo invisible por la oscuridad, un cuadro de cristo colgado en la pared con nada más que ojos para capturar todo lo que sucedía. Eric, respondió él. Yo Marco, le dijiste. Eric se acercó a la cama, a la esquina más cercana al sillón de cuero negro en el que estabas sentado, no había reparado en que ahora por la ventana ya no iluminaban más los rayos del sol, súbitamente era de noche como dijera Eric y no era tan fuerte la luz de la luna que penetraba como para iluminar por completo la habitación, no obstante la luz que emanaba la tele hacía que los rostros de ambos se distinguieran con claridad en la penumbra, sus gestos sobre todo y tu mirada, esa mirada en la que era patente el sumo interés que tenías ahora por él. Eric y tú hablaron de cosas, no recuerdo bien sobre qué, sobre las edades, creo, pero lo que sé es que se entendieron casi de inmediato. Eric dejó al fin la tele en un canal, estaban dando Něco z Alenky de Jan Švankmajer, me resultó grotesca la escena donde el conejo disecado cobra vida. Yo desaparecí por completo de la jugada para ambos hasta que sonó el timbre una vez más y cobré corporeidad, salí de las sombras y me levanté a abrir la puerta. Ustedes ni se inmutaron ante el agudo ding dong. Abrí la puerta y ahí estaba mi mamá con un pastel de cumpleaños que tenía al centro un par de velas encendidas encajadas sobre el betún formando el dígito 18. A ella le precedían tres jovencitas que no reconocí en un principio. Las cuatro entraron a la casa cantando las mañanitas, mamá dejó el pastel en la mesa del comedor y cada una de las cuatro mujeres me abrazó y felicitó subsecuente y ordenadamente. Reconocí entonces a las tres chicas como amigas mías de otro tiempo, de la infancia pero ahora con mayor edad, tenía mucho tiempo sin verlas y ahí estaban. De las dos morenas no recuerdo sus nombres, la rubia era Mónica, mi novia de la prepa, cuando tenía unos quince años. Mamá se dirigió a la cocina y trajo los cubiertos desechables para servir el pastel. Eric y tú aparecieron también en el comedor cuando escucharon el alboroto que hacía mamá y todos nos sentamos a la mesa, tú frente a mí, a tu lado una de las chicas, mamá a mi izquierda, Mónica a mi derecha y las otras dos chicas en los asientos restantes de la mesa redonda. Eric permaneció de pie. Comentamos trivialides no por mucho rato, entonces me pidieron que le soplara a las velitas y pidiera un deseo, no recuerdo qué pedí. Cuando extinguí las flamas con el soplido me aplaudieron y mamá procedió a cortar el pastel. Todo era un evento demasiado infantil y sentí vergüenza por la actitud que mamá tomaba como si yo fuera un niño pequeño. Mientras comíamos el pastel no podía dejar de ver cómo se intercambiaban miradas Eric y tú. De pronto mamá salió con el comentario de que Mónica y yo hacíamos bonita pareja, que le gustaba mucho para nuera, se veía que era muy buena muchacha, dijo y yo no supe qué contestar, me puse rojo. Mónica se acercó a mi mejilla y me besó. Yo quiero mucho a su hijo, señora, dijo ella. No más que yo, respondió mamá. Al oír esto tú dejaste tu asiento repentinamente, fue más que notorio tu disgusto por la escena. Dejaste todo y caminaste hasta la entrada. Todos nos sorprendimos, nadie a excepción de mí entendió nada. Cuando entreabriste la puerta para salir volteaste y dijiste: ¿vienes? Yo me puse de pie, pero mamá me hizo que me sentara jalándome del brazo, luego supe que la pregunta no me la habías hecho a mí sino a Eric. Eric le dio el último trago a la xxlager y dejó la botella vacía sobre la mesa. Nos vemos luego, nos dijo a todos y caminó hasta llegar donde estabas tú. Ambos salieron de la casa y cerraron la puerta. Volví a levantarme de la silla, esta vez me liberé de la fuerza del brazo de mamá. Corrí hasta la puerta y la abrí sin importarme ya nada de lo que hubiese dejado detrás de mí. Salí y en el porche los busqué, a Eric y a ti, pero no los encontré. Salí a la calle y miré hacia ambos extremos, pero no había rastros de ninguno de los dos, es como si súbitamente se hubieran desmaterializado. Supe entonces que éste era un lugar en el cual no había tiempo ni espacio, mejor dicho, en el que las reglas del tiempo y espacio habían dejado de ser respetadas.