Ahí estábamos tú y yo, al
interior de una casa no muy grande que me resultaba familiar pero en la que
antes jamás habíamos estado, juntos al menos. Era en la habitación del fondo: desde
la ventana abierta que daba hacia el patio podían verse los tendederos y cuatro
macetones equidistantes colocados contra la pared colindante con la casa de
atrás y en cada una de ellos había sembrados tupidos geranios que ofrecían
flores todas tan rojas y grandes que parecían artificiales, hechas de terciopelo,
casi como una imitación de las que hay en la realidad, aunque esto no puedo
aseverarlo o desmentirlo puesto que no llegué a tocar su textura. A través de
esa ventana los rayos blancos del sol penetraban hacia el interior iluminándote
directamente ya que estabas sentado en un sillón de cuero negro junto a la
ventana haciendo algo que no recuerdo, tenías la vista gacha, quizás leías un
libro, es lo más seguro, aunque no vi que en tu regazo hubiera alguno; yo,
desde el extremo más cercano al umbral del cuarto, estaba sentado sobre el
suelo y con la espalda recargada en las puertas del closet, te contemplaba, con
el detenimiento de quien estudia una escultura de mármol cincelada a la
perfección por Praxíteles. Era la primera vez que te tenía tan cerca de mí con
la opción viable de acercarme más y al fin poder sentir con la yema de los
dedos tu cutis que ya se encargaba de tocar con esos dedos invisibles pero
cálidos los rayos solares haciendo que tu rostro se viera pálido, casi tan blanco
como el mío y tu revuelta cabellera trigueña dorada por ese mismo efecto semejante
a la sobreexposición de un retrato. Temí en algún momento que se nublara mi
vista y que sobreviniera un mareo al ver tu efigie recortada por el luminoso
marco de la ventana, que me sumiera en la oscuridad de la pérdida del
conocimiento que ocurre cuando se está frente a una obra de arte perfecta:
síndrome de Stendhal le dicen. Sin embargo, al comenzar lentamente a gatear
hasta llegar a tus pies esto no sucedió. Era también como si no notaras mi
presencia, tu vista gacha permanecía imperturbable; entonces, me atreví a
deslizar mi mano por tu pierna pero seguías inmutable cual modelo en clase de
pintura al que se le prohibe moverse un milímetro de la postura que se le ha
ordenado que mantenga. Es tal vez porque lleva jeans que no siente mi tacto, pensé
y subí hasta la rodilla, pero ahora sí tu mano se posó sobre la mía para
detener ese ascenso paulatino que amenazaba con terminar en tu entrepierna.
Desde tu situación, muy por encima de la mía, recuerda que yo estaba en el
suelo reptando como iguana, me viste a la cara y sonreíste, hasta entonces suponía
que en realidad yo era un ser fantasmal y por ende mi tacto y presencia pasaban
desapercibidos por ti. Me enfoqué no en la risa dibujada en tus labios sino en
la que había en tus ojos y cejas y te respondí con el mismo gesto de felicidad.
¿Qué haces?, me preguntaste manteniendo la sonrisa, pero con el ceño fruncido
denotando extrañeza. Sin saber qué responder con palabras, decidí incorporarme,
sin erguir del todo la espalda puesto que me detuve hasta conseguir la misma
altura del sillón en el que estabas sentado, me moví hacia adelante hasta que a
tu rostro y al mío no los separase nada, entonces como un milagro ocurrió un
beso que no fue premeditado, puse mis manos sobre tus mejillas, luego las llevé
a tu cuello en la parte donde pude palpar las protuberancias de tus vértebras cervicales
al tiempo que pude percibir la suavidad de las puntas de tu cabello largo, bajé
luego a tus hombros, sólo para de nuevo volver a colocarlas sobre tu cara
mientras te besaba con una agresividad correspondiente a las ansias que llevaba
guardando no sé desde cuándo y salían con propulsión en ese instante como el
vapor hirviente de una olla en la que se cuece carne a presión al abrir un poco
su válvula. Introduje mi mano por debajo de tu playera, era una playera azul
oscuro con unas partes un poco desteñidas, tú no hacías ningún movimiento, te
dejabas hacer sin protestar, con mi mano busqué y encontré tus tetillas, ambas estaban
erguidas, levanté entonces tu playera y me encorvé un poco más hasta quedar en
la posición más adecuada para poder lamer sin incomodidad tu tetilla izquierda.
Entonces, mientras lo hacía, sentí cuando colocaste tus manos en la parte
posterior de mi cabeza y digitabas de manera peculiar, como un ciego que lee en
sistema braille. Fue inevitable mi erección al sentir esa primera caricia
amable tuya, ese interés recíproco que confirmó las sospechas del fuerte deseo
compartido por ambos y que ahí pude constatar. Entonces algo dijiste, pero mi
sentido del oído no estaba tan atento cuando ya sin pudor me había puesto en
cuclillas, había bajado el zipper de mis jeans y sobreexcitado rozaba mi
erección, que aún era contenida en mis boxers, contra el hueso de tu espinilla
mientras seguía lamiendo la piel suave y salada de tu pecho y me disponía a
pasar a tu otra tetilla. Me detuve y alcé la mirada, te pregunté qué habías
dicho. Sólo hace falta la música de The Strokes, pronunciaste. Yo te sonreí
porque recordé nuestras largas conversaciones de madrugada que hemos mantenido
durante un par de meses, quizás más, en las que tarde o temprano aparece como
tema recurrente y añorado la realización de nuestro encuentro ideal. En una
noche lluviosa, en una habitación vacía a excepción de una tele, un platón de
palomitas de maíz y vino tinto helado, en tú y yo sentados sobre el suelo sin
más ropa que nuestros boxers y en la discografía de The Strokes como banda
sonora. En todo esto pensaba cuando un ding dong inesperado se escuchó y a
ambos nos hizo detener repentinamente lo que hacíamos con tanta pasión y
enfocar ahora nuestras miradas en la puerta principal que desde donde estábamos
alcanzábamos a ver en diagonal. Me incorporé, subí el zipper de mis jeans y me
acomodé bien la verga metiendo mi mano en los boxers, me cercioré de que la
erección no se notara mientras caminaba hacia la puerta. El ding dong volvió a
sonar y abrí la puerta. Frente a mí, terroríficamente, me encontré a mí mismo. Hasta
este momento pensé que yo había sido el protagonista de esta historia, pero al
momento de abrir la puerta y ver a ese hombre que no sólo se parecía mucho a mí
sino que en efecto era yo, me volví presa de la incertidumbre, ¿cómo era
posible que dos personas pudieran encontrarse y aun estar en el mismo lugar al
mismo tiempo? ¿Era esto una broma? Pero mi otro yo no me dio espacio para
pensar en ninguna hipótesis o posible respuesta, me abrazó sonriente, aborrecí
el hecho de sentir sus brazos rodeándome. Y al oído me dijo: feliz cumpleaños,
primo, ya eres legal. No hice mucho caso a lo que dijo. Él pasó de mí y entró a
la casa sin siquiera permitirme que le dijera si podía o no hacerlo. Llevaba lentes
graduados, playera y gorra roja, jeans azules de mezclilla, poseía mi estatura
y complexión así como el mismo tono de piel: pálida como papiro. Cerré la
puerta y me quedé de pie un instante como estatua, hacía falta ahí, en la sala,
un espejo para que me dijera la verdad de quién era yo. ¿No ha llegado nadie?,
me preguntó cuando ya estaba en la cocina, buscaba en el refri algo porque vi
la iluminación que aparece cuando alguien abre la puerta de uno. No, le
respondí, nadie. No mames, me dijo, ya van a ser las nueve. Yo tenía entendido
por los rayos del sol en la escena de la habitación que era de día, mejor dicho
que no pasaban de las diez de la mañana y ahora venía yo mismo, él, a
contradecirme y asegurar que ya era de noche. Caminó hasta encontrarme, traía
una xxlager descorchada en la mano, le dio un largo trago y se excusó al
terminar, perdón, dijo, aún no hemos brindado por tus 18. ¿18 años, 18 años
yo?, incrédulo me pregunté en silencio cuando oí lo que mi otro yo me dijo. Fue
entonces cuando intenté atar los cabos sueltos, darle un sentido a la historia:
frente a mí tenía a mi verdadero yo, el que tiene 28 años y con el que has
conversado durante tantas noches entre otras cosas sobre cine, algo de
literatura y mucho de la vida y el que en ocasiones se pone celoso cuando cree
que no le hablas porque hay alguien más que se merece toda tu atención antes
que él o se enfada cuando se siente invisible para ti; y caí en cuenta de que entonces
yo, el que está narrando esto, en esa historia, en ese momento excepcional en
el que conseguimos zafarnos y burlar el rigor de Cronos era una ilusión, una invención
mental de él pero de la que tal parece que no tenía conocimiento alguno, para
él yo no era él sino un primo al que venía a felicitar por su cumpleaños número
dieciocho. Hey, me dijo sacándome de mi ensimismamiento, vamos a tu cuarto.
Ambos caminamos y llegamos, ahí estabas tú. En la misma posición en que te
había dejado. Mi primo, es decir, yo, te saludó con un qué onda que sonó impersonal.
Luego me reclamó por haberle dicho que no había llegado nadie. No supe qué
contestar y tú nos sonreíste a ambos para luego decir que él y yo nos
parecíamos mucho, pero como con unos 10 años de diferencia. Me sonrojé, una vez
más no supe qué decir. Él dijo que sí nos parecíamos pero no tanto y luego tomó
el control de la tele y la prendió. Se puso a cambiar una y otra vez de canal
sin encontrar algo por lo que valiera la pena detener el zapping. ¿Cómo te
llamas?, le preguntaste mientras él le daba un trago a la xxlager y seguía
cambiando de canal. Para esto yo sentí como si hubiera poco a poco desaparecido
de la habitación, me había vuelto una sombra más entre las muchas, sólo ustedes
dos estaban ahí y yo era algo así como un testigo invisible por la oscuridad,
un cuadro de cristo colgado en la pared con nada más que ojos para capturar
todo lo que sucedía. Eric, respondió él. Yo Marco, le dijiste. Eric se acercó a
la cama, a la esquina más cercana al sillón de cuero negro en el que estabas
sentado, no había reparado en que ahora por la ventana ya no iluminaban más los
rayos del sol, súbitamente era de noche como dijera Eric y no era tan fuerte la
luz de la luna que penetraba como para iluminar por completo la habitación, no
obstante la luz que emanaba la tele hacía que los rostros de ambos se
distinguieran con claridad en la penumbra, sus gestos sobre todo y tu mirada,
esa mirada en la que era patente el sumo interés que tenías ahora por él. Eric
y tú hablaron de cosas, no recuerdo bien sobre qué, sobre las edades, creo,
pero lo que sé es que se entendieron casi de inmediato. Eric dejó al fin la
tele en un canal, estaban dando Něco z Alenky de Jan
Švankmajer, me resultó
grotesca la escena donde el conejo disecado cobra vida. Yo desaparecí
por completo de la jugada para ambos hasta que sonó el timbre una vez más y cobré
corporeidad, salí de las sombras y me levanté a abrir la puerta. Ustedes ni se
inmutaron ante el agudo ding dong. Abrí la puerta y ahí estaba mi mamá con un
pastel de cumpleaños que tenía al centro un par de velas encendidas encajadas sobre
el betún formando el dígito 18. A ella le precedían tres jovencitas que no
reconocí en un principio. Las cuatro entraron a la casa cantando las mañanitas,
mamá dejó el pastel en la mesa del comedor y cada una de las cuatro mujeres me
abrazó y felicitó subsecuente y ordenadamente. Reconocí entonces a las tres
chicas como amigas mías de otro tiempo, de la infancia pero ahora con mayor
edad, tenía mucho tiempo sin verlas y ahí estaban. De las dos morenas no
recuerdo sus nombres, la rubia era Mónica, mi novia de la prepa, cuando tenía
unos quince años. Mamá se dirigió a la cocina y trajo los cubiertos desechables
para servir el pastel. Eric y tú aparecieron también en el comedor cuando
escucharon el alboroto que hacía mamá y todos nos sentamos a la mesa, tú frente
a mí, a tu lado una de las chicas, mamá a mi izquierda, Mónica a mi derecha y
las otras dos chicas en los asientos restantes de la mesa redonda. Eric
permaneció de pie. Comentamos trivialides no por mucho rato, entonces me pidieron
que le soplara a las velitas y pidiera un deseo, no recuerdo qué pedí. Cuando
extinguí las flamas con el soplido me aplaudieron y mamá procedió a cortar el
pastel. Todo era un evento demasiado infantil y sentí vergüenza por la actitud
que mamá tomaba como si yo fuera un niño pequeño. Mientras comíamos el pastel
no podía dejar de ver cómo se intercambiaban miradas Eric y tú. De pronto mamá
salió con el comentario de que Mónica y yo hacíamos bonita pareja, que le gustaba
mucho para nuera, se veía que era muy buena muchacha, dijo y yo no supe qué contestar,
me puse rojo. Mónica se acercó a mi mejilla y me besó. Yo quiero mucho a su
hijo, señora, dijo ella. No más que yo, respondió mamá. Al oír esto tú dejaste
tu asiento repentinamente, fue más que notorio tu disgusto por la escena.
Dejaste todo y caminaste hasta la entrada. Todos nos sorprendimos, nadie a
excepción de mí entendió nada. Cuando entreabriste la puerta para salir volteaste
y dijiste: ¿vienes? Yo me puse de pie, pero mamá me hizo que me sentara
jalándome del brazo, luego supe que la pregunta no me la habías hecho a mí sino
a Eric. Eric le dio el último trago a la xxlager y dejó la botella vacía sobre
la mesa. Nos vemos luego, nos dijo a todos y caminó hasta llegar donde estabas
tú. Ambos salieron de la casa y cerraron la puerta. Volví a levantarme de la
silla, esta vez me liberé de la fuerza del brazo de mamá. Corrí hasta la puerta
y la abrí sin importarme ya nada de lo que hubiese dejado detrás de mí. Salí y
en el porche los busqué, a Eric y a ti, pero no los encontré. Salí a la calle
y miré hacia ambos extremos, pero no había rastros de ninguno de los dos, es como
si súbitamente se hubieran desmaterializado. Supe entonces que éste era un lugar en el cual
no había tiempo ni espacio, mejor dicho, en el que las reglas del tiempo y
espacio habían dejado de ser respetadas.