sábado, 26 de febrero de 2011

Recuento 3: A echarnos la mano con unas pildoritas

La mano abre el gabinete, vemos que dentro hay una bolsa de plástico de sellado hermético que contiene un frasco de píldoras. La mano abre la bolsa y saca el frasco, leemos la advertencia en su etiqueta: los efectos pueden prolongarse hasta por 3 días. Negro. Un hombre llega a una habitación impersonal y se sienta sobre la cama, del mismo frasco de antes obtiene 3 píldoras que traga ayudado por agua que bebe de un vaso que estaba sobre la mesa de dormir. El hombre se recuesta sobre la cama, boca arriba, y se tapa con una cobija hasta la cabeza. Vemos el interior de debajo de la cobija y como el hombre permanece con los ojos abiertos hasta casi contar un minuto, luego los cierra. Negro. Vemos, desde arriba, por encima del techo, una mesa donde está llevándose a cabo una partida de conquián con baraja española; hay humo de cigarro que enturbia la vista, se escucha palabrería burda en torno al juego; los participantes, hombres de edad madura que ríen, pero en sus gargantas se forman gargajos a causa de tantos años de abusar del cigarro, el sonido es despreciable. Ya, estando a la altura de los jugadores, vemos que ahí está el mismo hombre que antes estaba en la cama y se había tomado las píldoras. Ese hombre está de pie, observando con detenimiento las acciones que suceden, la intriga del juego. Sobre la mesa están puestas las cartas, resalta el as de espadas, o, por lo menos, es en el que más nos fijamos. De pronto, todos se quedan quietos, a la expectativa. Pero, en breve, uno de los participantes (que es a quien el hombre alguna vez conoció y por quien decidió tomarse las píldoras para volverlo a ver, aunque fuera en un sueño) ve que tiene al hombre, nuestro sujeto desde el principio, de pie, junto a él. Ah, esto es lo que necesitaba, dice el jugador y toma al hombre con fuerza de la mano y lo hace doblarse sobre su regazo, de tal manera que la vista del hombre -la nuestra- queda justo de frente al sexo del jugador. Corte a: ahora vemos, nuevamente, la mesa de juego, ahí están los participantes del conquián que se miran recelosamente entre ellos como si en el juego apostaran la vida. As de oros, dice el jugador que está justo de frente al que tiene el rostro de nuestro sujeto en su regazo. As de copas, le responde su contrincante cuando oprime la cara del hombre contra su sexo. As de copas, apenas y puede murmurar nuestro sujeto y cierra los ojos cuando se le dificulta respirar estando tan cerca del sexo del jugador que lo somete y, quien, a su vez, cierra los ojos luego de haber echado una mirada a la mano que le tocó y con la que sabe le será imposible ganar a menos que la carta que venga sea un 2 de copas. Tras abrir los ojos el naipe con el 2 de copas aparece en su mano, entonces el jugador suelta la cabeza del hombre y lo deja respirar. Ya no hay más qué hacer que verlo tomar todo lo apostado. Negro. Vemos el rostro del hombre que se tomó las píldoras, aún duerme. De pronto, abre los ojos, se estira en la cama como si llevara mucho tiempo dormido, finalmente endereza su torso y escuchamos los gritos de su madre y su hermana quienes lloran desconsoladas. El hombre está siendo velado en su propia cama que encuentra rodeada de sus familiares y amigos vestidos de negro. ¡Milagro!, ¡No puede llamársele de otra forma!, ¡Es un milagro!, gritan cuando lo ven despertar luego de 3 días de no mostrar ningún signo de vida.

viernes, 4 de febrero de 2011

Recuento 2: La muerta es la que va de largo

A todos, de improviso, se nos informa que él ya ha muerto: no hay que acongojarse, la agonía de papá fue breve. Su funeral ya está llevándose a cabo y muchos de nosotros sin saberlo. Al llegar al lugar, contrario a encontrarnos a todos los asistentes vestidos de negro, nos sorprende que lleven ropa en tonos claros, de verano. El sol abunda, no hay cortinas en las ventanas. Tampoco vemos que alguien llore, que lamente el fallecimiento de papá, y, sin embargo, es patente la solemnidad que impera, como en toda ceremonia fúnebre. Papá no es velado en ninguna funeraria sino en casa: la misma vetusta vivienda descuidada, de más de cien años, que por su aspecto se supondría en abandono absoluto (esto puede advertirse cuando un trozo del techo se desprende por sí solo y cae al suelo haciendo un fuerte ruido que, de todos modos, a nadie llama la atención). Pero, cuando entra ella por la puerta principal que conduce a la estancia, donde se tiene el cuerpo de papá, todos volteamos a verla, nos desconcierta su carcajada sonora que se hace acompañar por una música incidental cómica que parece provenir de ninguna parte; su atuendo elegante es similar al que lleva Rita Hayworth en el póster de Gilda -there never was a woman like Gilda!, recordamos la frase y el tono azul de su vestido-, sólo que ella, aquí, no está enguantada; en sus manos lleva una rebanada de pastel sobre un plato de unicel. Cuando finalmente llega a estar frente al féretro, le da una mordida a su postre. Ella deja la estancia y avanza por el pasillo, no sin antes hacer una señal con el dedo de que la sigamos, y entra a una de las habitaciones. En el trayecto, mientras la seguimos, nos encontramos a otras personas que nos dicen, poniéndose el dedo índice en los labios, que guardemos silencio. Sin saber a qué habitación ha ingresado, abrimos una puerta al azar y ahí está ella sentada en una silla al interior de la habitacion en medio de la oscuridad. No te quedes ahí, nos dice con una voz que recordamos que hace mucho no escuchábamos, entra y cierra la puerta. Inmediatamente ella deja la silla y enciende el foco, nos damos cuenta de que en sus manos lleva ahora una grabadora, junto a ella está papá a quien seguramente no pudimos ver antes por la oscuridad: es ahora él quien está comiendo el pastel. Ella vuelve a la silla, la sigue papá. Cuando ya está sentada, presiona el botón de play, su voz comienza a reproducirse: Todos sabemos que morir es el único destino seguro; yo pretendía postergarlo, evitarlo si me era posible. Como podrás darte cuenta, no obtuve ningún resultado a mi favor. Sola, me quedé sola desde el día en que a todos les pareció una locura lo que planeaba hacer: no es un buen propósito, dijeron, es una estupidez querer vivir para siempre. Desde entonces, mi vida fue ir en búsqueda de el remedio para no ir en detrimento con la edad, jamás descansar hasta hallarlo, ya todos sabemos que el esfuerzo fue en vano. Pero, ¿sabes?, me doy cuenta de que realmente no fue ningún desperdicio de tiempo, sino que eso fue lo que me hizo mantenerme viva y feliz por unos años más; eso de tener algo que hacer, aunque haya sidouna insensatez, hizo que no me dejara morir. Ahora, cuando ya estoy muerta y no existen los ideales, sólo nos queda deleitarnos con aquello que nos fue prohibido alguna vez... El azúcar, por ejemplo... el azúcarrr... el azúcaaaarrrr. En la grabación ella comienza a reírse, a carcajearse. Ella, a quien tenemos de frente, comienza a carcajearse también y el sonido empata con el de la grabación. Entonces, papá se acerca a nosotros a ofrecernos la rebanada de pastel, nosotros, sin resistirnos, la aceptamos.